Giuseppe Gagliano.
Foto: Puck Magazine / J.S. Pughe (CC). De izquierda a derecha: Alemania, Italia, Inglaterra, Rusia y Francia se preparan para repartirse China; mientras Austria, en el fondo, afila sus tijeras. En pie, el Tío Sam sostiene un tratado de comercio impuesto a China mientras les dice: «Señores, pueden cortar este mapa tanto como quieran; pero recuerden que yo he venido para quedarme y a mí no pueden dividirme en esferas de influencia».
06 de diciembre 2025.
Estados Unidos seguirá teniendo mucho peso, quizás más que nadie. Pero ya no podrá decidir por sí solo las reglas del juego. Una verdadera estrategia debería partir de aquí. Esta, por el contrario, sigue siendo un intento de mantener vivo un mundo que ya no existe.
La nueva Estrategia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, publicada en noviembre de 2025, es un texto que pretende ser una brújula para los próximos años, pero que acaba pareciéndose más a una declaración de intenciones ideológica que a un verdadero manual de supervivencia en un mundo complejo y fragmentado.
Detrás del lenguaje solemne, las celebraciones de la «América fuerte» y los tonos autocomplacientes, se vislumbra una potencia que lucha por reconocer sus límites y convivir con el fin de su supremacía indiscutible.
El documento parte de una acusación contra las élites de la posguerra fría: habrían perseguido el espejismo de un dominio planetario permanente, sacrificando la industria nacional, la clase media y la credibilidad internacional.
Para remediarlo, la nueva línea propone un retorno a la «prioridad de los intereses nacionales» y al rechazo de las instituciones y las restricciones supranacionales. Pero, en lugar de producir un verdadero reajuste, este giro corre el riesgo de convertirse en una versión más dura y cerrada del mismo universalismo estadounidense: la convicción de que la seguridad de Estados Unidos coincide con el orden mundial según criterios establecidos en Washington.
La soberanía como palabra mágica
La palabra clave de la nueva doctrina es «soberanía». Soberanía de las fronteras, del mercado interior, del sistema energético, de las cadenas industriales, incluso del discurso público, visto como amenazado por potencias extranjeras, plataformas digitales y organizaciones internacionales. No es solo una preocupación legítima, tras décadas de deslocalizaciones y dependencias estratégicas: es una verdadera obsesión.
Todos los fenómenos se reducen a la misma matriz: las migraciones masivas, los acuerdos comerciales, los organismos multilaterales, los acuerdos sobre la protección del clima, todo ello sería una forma de debilitar la identidad y la seguridad estadounidenses.
De ahí deriva la voluntad de romper con la era del «libre comercio» y el multilateralismo y volver a una gestión bilateral, transaccional y contingente de las relaciones exteriores.
El problema es que este retorno a la soberanía absoluta está pensado solo para Estados Unidos. El documento proclama defender la plena legitimidad de cada Estado para perseguir sus propios intereses, pero de hecho niega ese mismo derecho cuando esos intereses no coinciden con los de Washington. La libertad de los demás se detiene donde comienzan los corredores energéticos, las cadenas de suministro y los espacios de maniobra militar que desea Estados Unidos.
El hemisferio occidental como patio trasero
El capítulo sobre el continente americano es el más explícito: se anuncia una especie de «corolario» a la doctrina Monroe, con el que Estados Unidos se arroga el derecho de impedir que potencias externas posean infraestructuras estratégicas, bases, puertos, redes de comunicación o recursos clave en todo el hemisferio.
El objetivo declarado es la estabilidad: bloquear los flujos de droga, gestionar la migración, garantizar cadenas de suministro seguras. Pero el instrumento elegido es una mezcla de presión militar, económica y diplomática que deja muy poco espacio a la soberanía de los demás. Se habla de «reclutar» a países de la región para estabilizar zonas en crisis, acoger a fuerzas estadounidenses, adaptar su política industrial a las prioridades de Washington.
No es nada nuevo: la historia de América Latina está llena de golpes de Estado, intervenciones encubiertas y presiones económicas. La diferencia es que, hoy en día, también actúan en el mismo terreno China, Rusia, Turquía y las monarquías del Golfo.
Pensar que se les puede expulsar a todos con unos aranceles, unas bases navales y unos préstamos subvencionados significa no comprender que, para muchos gobiernos latinoamericanos, la competencia entre potencias se ha convertido en una oportunidad, no en una amenaza.
Asia: contener a China sin decirlo
El capítulo asiático parece estar marcado por la moderación. Se afirma que no se quiere la guerra con China, sino «reequilibrar» las relaciones económicas, proteger las cadenas de suministro críticas y coordinarse con aliados y socios para impedir cualquier forma de dominio regional. Sin embargo, detrás de la prudencia léxica hay un objetivo muy claro: contener el ascenso chino en todos los sectores.
Economía, tecnología, finanzas, espacio, mares: la región del Pacífico se describe como el escenario decisivo del siglo. El texto insiste en la necesidad de un sistema de alianzas que vaya desde Japón hasta la India, desde Australia hasta Corea, pasando por los países de la Asociación del Sudeste Asiático, unidos entre sí por acuerdos militares, cooperación industrial, proyectos de infraestructura y normas comunes sobre exportaciones sensibles.
Pero es precisamente aquí donde la estrategia muestra su punto débil. Muchos de estos países tienen relaciones vitales con China, tanto comerciales como financieras. Aceptar plenamente la lógica estadounidense de la «desvinculación» significaría poner en peligro economías enteras, cadenas logísticas y estabilidades políticas ya frágiles.
Washington les pide que aumenten el gasto militar, que ofrezcan bases y puertos, que se expongan en la confrontación con Pekín. A cambio, promete acceso al mercado estadounidense, transferencias tecnológicas y garantías de seguridad.
Pero no es nada evidente que Asia quiera verse arrastrada a una nueva guerra fría. Muchos gobiernos, desde la India hasta Indonesia, apuestan por un juego multipolar: cooperar con Estados Unidos en materia de defensa y tecnología, sin romper con China en el plano comercial. Exigir una alineación total corre el riesgo de empujarlos directamente a los brazos de Pekín, o de reforzar su tentación de permanecer neutrales en caso de crisis en Taiwán.
Europa entre el paternalismo y la desconfianza
La parte dedicada a Europa es implacable. Se describe un continente en declive demográfico, aplastado por aparatos burocráticos supranacionales, paralizado por políticas migratorias consideradas suicidas, prisionero de dirigentes que censuran la disidencia y sofocan la libertad de expresión. La crítica al «modelo europeo» es tan radical que roza el desprecio.
Sin embargo, al mismo tiempo, se subraya que Europa sigue siendo «vital»: mercado central para las exportaciones estadounidenses, cuna de industrias avanzadas, infraestructuras e investigación científica. En otras palabras: un aliado indispensable, pero considerado poco fiable en el plano político y cultural.
La guerra en Ucrania es la prueba de fuego. La estrategia reconoce que el conflicto ha hecho a Europa más dependiente del exterior en materia de energía y seguridad y ha agravado las divergencias internas. Por ello, señala como prioridades el cese relativamente rápido de las hostilidades, el restablecimiento de la estabilidad estratégica con Rusia y la reconstrucción de una Ucrania «viable».
El interés central, dicho sin rodeos, no es tanto el destino de Kiev como la necesidad de evitar que Europa quede atrapada en una parálisis económica y política que debilitaría a todo el bloque occidental.
Aquí surge una contradicción fundamental: por un lado, se exige a los aliados europeos que aumenten el gasto militar hasta niveles muy superiores a los considerados aceptables hasta ahora; por otro lado, se mira con recelo a los líderes y gobiernos considerados incapaces o poco legítimos. Se pide a Europa que sea fuerte, pero no autónoma; responsable, pero bajo tutela; «grande» solo en la medida en que se mantenga alineada con la línea estadounidense sobre Rusia, China, la energía y el comercio.
Oriente Medio: de la guerra a la gestión del riesgo
Durante medio siglo, Oriente Medio ha sido el centro de la política exterior estadounidense. El nuevo documento proclama que esta época ha terminado: gracias a la producción energética interna y a los acuerdos con Israel y las monarquías del Golfo, la región sería ahora menos decisiva.
En realidad, la estrategia no se traduce en una verdadera retirada, sino en una gestión diferente del riesgo. Irán se describe como una potencia debilitada por las últimas operaciones israelíes y las acciones estadounidenses contra su programa nuclear. La cuestión palestina se presenta como en fase de «normalización» gracias al acuerdo de alto el fuego y a la perspectiva de nuevos acuerdos entre Israel y los países árabes.
Siria se considera un candidato potencial a una estabilización impulsada por los actores regionales con el apoyo de Washington.
Sin embargo, detrás de las fórmulas optimistas siguen abiertas todas las fracturas históricas: rivalidades entre potencias regionales, divisiones confesionales, milicias armadas, sistemas políticos autoritarios. Estados Unidos declara que quiere tratar a sus socios de Oriente Medio «tal y como son», sin pretender ya exportar modelos democráticos.
En la práctica, aceptan regímenes poco transparentes siempre que garanticen corredores energéticos, bases, cooperación contra el terrorismo y, sobre todo, alineamiento en la confrontación con Irán, Rusia y China.
La promesa es reducir las «guerras sin fin» y sustituirlas por acuerdos diplomáticos específicos. Pero la experiencia de las últimas décadas enseña que, cuando la región entra en una fase de crisis, las mismas potencias que hoy apuestan por la «gestión del riesgo» acaban siendo arrastradas a espirales de intervención cada vez más profundas.
África: los recursos antes que las personas
El capítulo sobre África es breve pero revelador. Estados Unidos anuncia que quiere pasar de una lógica de ayuda al desarrollo a una lógica de inversiones e intercambios, dando prioridad a los países considerados «fiables» y dispuestos a abrir sus mercados a las empresas y tecnologías estadounidenses.
Se insiste en el potencial del continente en términos de minerales críticos, energía y crecimiento demográfico. Se habla de acuerdos en el sector nuclear civil, del gas y de las infraestructuras. Todo correcto, en teoría. Pero el documento dedica muy poco espacio a la cuestión de la gobernanza, las desigualdades internas y los conflictos locales.
África aparece como un gran almacén del que extraer materias primas y consenso diplomático, no como un conjunto de sociedades complejas, con intereses propios, recuerdos de la colonización y nuevas clases dirigentes que ya no quieren ser solo destinatarias de proyectos decididos en otros lugares.
El riesgo es evidente: si el único parámetro de elección es la lealtad a la línea estadounidense, la competencia con China, Rusia, India, Turquía y las monarquías del Golfo no hará más que acentuar la fragmentación interna del continente, alimentando nuevos «clientelismos» geopolíticos en lugar de apoyar un crecimiento autónomo.
El mito de la «economía como arma total»
En todo el documento se respira la idea de que la economía puede y debe utilizarse como instrumento integral de poder. Aranceles, controles de las exportaciones, sanciones financieras, incentivos fiscales, control de las cadenas de suministro: todo se concibe como parte de una única máquina de presión, que se activa contra los adversarios, pero también contra los aliados recalcitrantes.
Se promete una gran «reindustrialización» interna: repatriar las producciones estratégicas, relanzar la industria armamentística, garantizar una energía abundante y barata gracias a los hidrocarburos y la energía nuclear, rechazar las políticas de reducción de emisiones consideradas un regalo para los rivales. Es un programa ambicioso, pero que se enfrenta a dos obstáculos.
El primero es social: traer de vuelta las fábricas y las cadenas de producción a Estados Unidos requiere no solo inversiones públicas y privadas, sino también mano de obra cualificada, infraestructuras, sistemas educativos, viviendas y servicios. No basta con subir los aranceles para que la industria primaria y la industria pesada reaparezcan milagrosamente.
El segundo obstáculo es internacional: un uso cada vez más extendido de sanciones, bloqueos y condicionamientos puede empujar a otros actores a construir sistemas de pago alternativos, nuevas monedas de referencia y acuerdos comerciales desvinculados del dólar. La supremacía financiera estadounidense, que el documento da casi por sentada, es precisamente lo que se pone en tela de juicio con esta estrategia agresiva.
El poder blando en crisis
Curiosamente, entre tantas consignas musculosas, el texto también reconoce la importancia del poder blando: la capacidad de Estados Unidos para atraer con cultura, ciencia, innovación y modelos de vida. Pero la solución propuesta para «reforzar» este poder es casi exclusivamente moral: recuperar el orgullo nacional, exaltar el pasado, rechazar las críticas internas, aplastar lo que se percibe como movimientos «antiamericanos» dentro del propio país.
Es una contradicción evidente. El poder blando estadounidense nació, históricamente, precisamente de la capacidad de presentarse como una sociedad abierta, autocrítica, capaz de cuestionar sus propias injusticias.
Cerrar los espacios de disidencia en nombre de la seguridad nacional significa debilitar esa fuerza de atracción, transformando la democracia estadounidense en una fortaleza sitiada que no admite dudas.
Una estrategia de transición, no de visión
En conclusión, la Estrategia de Seguridad Nacional de 2025 es un documento que refleja perfectamente el momento histórico de Estados Unidos: una gran potencia que no se resigna a ser «una» de las potencias, que quiere defender su primacía con todos los medios posibles, pero que al mismo tiempo no ofrece una visión compartida del futuro.
El texto denuncia los excesos del globalismo, pero solo propone una versión restringida y jerárquica del mismo, en la que el mundo sigue dividido entre quienes mandan y quienes deben alinearse. Invocan el fin de las guerras infinitas, pero no renuncian a la idea de poder gestionar desde arriba los conflictos ajenos, eligiendo en cada momento cuáles merecen un alto el fuego y cuáles una presión adicional.
Sobre todo, sigue prisionero de una certeza: que el orden mundial solo es legítimo cuando coincide con los intereses nacionales estadounidenses. Es una posición comprensible para una potencia acostumbrada a décadas de supremacía, pero difícilmente sostenible en un sistema internacional que, nos guste o no, ya ha entrado en una fase multipolar.
Estados Unidos seguirá teniendo mucho peso, quizás más que nadie. Pero ya no podrá decidir por sí solo las reglas del juego. Una verdadera estrategia debería partir de aquí. Esta, por el contrario, sigue siendo un intento de mantener vivo un mundo que ya no existe.
Traducción nuestra
*Giuseppe Gagliano fundó en 2011 la red internacional Cestudec (Centro de Estudios Estratégicos Carlo de Cristoforis), con sede en Como, centro de estudios inscrito en el Registro de Investigación desde 2015. El objetivo del centro es estudiar, desde una perspectiva realista, las dinámicas conflictivas de las relaciones internacionales, haciendo hincapié en la dimensión de la inteligencia y la geopolítica a la luz de las reflexiones de Christian Harbulot, fundador y director de la Escuela de Guerra Económica (Ege) de París.
Fuente original: La Fionda
