POTENCIA E IMPOTENCIA CONTEMPORÁNEAS. Maurizio Lazzarato.

Maurizio Lazzarato.

Ilustración: Chad Gadya (El cuento de la cabra), 1919, El Lissitzky, Colección de dominio público de la Galería Nacional de Arte.

 09 de diciembre 2025.

LUCHAS SIN REVOLUCIÓN

¿Por qué todas las movilizaciones masivas de los últimos treinta años no han logrado producir y estabilizar nuevas relaciones de poder, ni inventar formas de organización capaces de pasar a la contraofensiva?

Esta es la gran pregunta que intenta responder Maurizio Lazzarato. Según el autor, la causa hay que buscarla en la desaparición del horizonte político de la idea misma de revolución. Por eso, sostiene, “somos incapaces de definir la naturaleza de la máquina de poder Capital-Estado que nos domina y de captar las diferentes formas de conflicto que habría que organizar para destruirla”.

Hoy publicamos la primera parte de su análisis.


Es mucho más fácil realizar análisis geopolíticos, describir el equilibrio de poder entre los Estados y sus grandes espacios, que comprender las razones de la impotencia política de los movimientos que se ha manifestado desde los años setenta en adelante.

No es que no haya habido formidables movilizaciones masivas contra el capitalismo y el Estado. Incluso recientemente, las revueltas de la Generación Z en el Sur del mundo o contra el genocidio de los palestinos son sin duda una expresión de potencia.

Vincent Bevins, periodista estadounidense, afirma en su libro If We Burn: The Mass Protest Decade and the Missing Revolution (Si ardemos: una década de protestas masivas y la revolución perdida) que entre enero de 2011 y finales de 2019 se produjo un ciclo de luchas sin precedentes en la historia del capitalismo, superior incluso al de los movimientos de 1968.

La obra analiza los movimientos que han sacudido, y en ocasiones trastornado, las estructuras políticas e institucionales de diez países (Túnez, Egipto, Baréin, Yemen, Turquía, Brasil, Ucrania, Hong Kong, Corea del Sur y Chile) desde 2008.

Incluso suponiendo que lo afirmado sea cierto, surge inmediatamente una pregunta:

¿cómo es posible que esta “ola revolucionaria” haya sido incapaz de producir y estabilizar la más mínima relación de fuerzas con el enemigo, que no haya inventado ninguna forma de organización capaz, no digo de pasar a la ofensiva, sino siquiera de resistir la iniciativa del enemigo de clase? ¿Cómo es posible que no haya esbozado la capacidad de salir de la defensiva en la que estamos encerrados y que ya ha perdido toda eficacia? ¿Por qué las experiencias locales, incluso las más interesantes (como la zapatista), permanecen cerradas, incapaces de contagiarse, difundirse y reproducirse, a diferencia de las revoluciones de la primera mitad del siglo XX?

Este ciclo de luchas ha concluido con una nueva ofensiva estratégica de Estados Unidos —la cuarta desde el final de la guerra (1945 – 1971 – 1991 – 2008) —que incluye la guerra contra los BRICS, la guerra civil interna declarada por Trump, el genocidio abiertamente reivindicado, financiado, armado y legitimado por las democracias liberales para intentar salir de la crisis en la que ha caído el capitalismo occidental, no por la oposición de clase —que nunca ha alcanzado ese nivel de confrontación—, sino por sus propias contradicciones.

El proletariado contemporáneo, incluso solo a la luz de los datos ‘económicos’, parece uno de los más débiles de toda la historia del capitalismo: una enorme transferencia de ingresos del trabajo al capital, acompañada del bloqueo de los salarios, continúa ininterrumpidamente desde los años setenta, sustituida por la obligación de endeudarse; un desmantelamiento sistemático del bienestar social (es decir, del salario socializado), cuyo objetivo no es solo la privatización de todos los servicios sociales, sino su transformación en bienestar para las empresas y los ricos; la carga fiscal recae exclusivamente sobre el trabajo, ya que los ricos y las empresas, al igual que sus antepasados aristocráticos, se niegan a pagar impuestos, de modo que la “asistencia” a los rentistas —la verdadera razón de ser de todo el sistema— la paga el proletariado; la secular lucha por la reducción de la jornada laboral, con la que Marx evaluaba la fuerza de los movimientos, se ha detenido y se ha invertido radicalmente, concediendo, de un solo golpe, cuatro, cinco, siete (y pronto diez) años de vida al ‘vampiro’ capitalista, y así sucesivamente, pasando de derrota en derrota.

Estos nuevos movimientos políticos están muy lejos de amenazar la existencia de la máquina Capital-Estado, única condición que la obliga a negociar.

El capital y el Estado hacen literalmente lo que quieren en Occidente, sin tener que rendir cuentas a nadie, practicando la injusticia más radical y la violencia más extrema, sin preocuparse por los derechos o las instituciones internacionales, hasta el punto de tener plena libertad para organizar un genocidio.

Saben que nadie tiene la fuerza (¡la fuerza! ¡La fuerza es el problema!) para detenerlos.

La revolución perdida

La hipótesis que se puede avanzar para intentar explicar la impotencia manifiesta de los movimientos políticos después del 68 es la derrota de la revolución en los años 60/70 y, posteriormente, su borrado teórico y político de la memoria de las luchas.

Desde el siglo XIX siempre ha habido una multiplicidad de formas de lucha: sindicales, políticas, por los derechos civiles, luchas de las mujeres, de liberación nacional, anticoloniales, por la mutualización de los riesgos, etc.

Pero lo que las mantenía unidas, lo que les daba sentido y multiplicaba su fuerza, era la revolución (en curso o amenazada).

Las revoluciones fueron derrotadas, pero también se podría decir que concluyeron, al igual que concluyó la Revolución Francesa, dejando una huella muy profunda en el mundo.

Las revoluciones del siglo XX inauguraron el proceso de declive de Occidente, ya que representaron el principio del fin de la colonización, el principio del fin del dominio y la explotación del Sur, que durante cinco siglos constituyó la base del desarrollo del capitalismo.

Se pueden demostrar, incluso de forma negativa, los extraordinarios avances que han supuesto para las clases populares del Norte: una vez derrotada (o concluida) la revolución, las relaciones de fuerza entre las clases volvieron al nivel anterior a la Revolución Francesa.

¿Qué hemos perdido con la eliminación de la revolución? Son incapaces de definir la naturaleza de la máquina de poder Capital-Estado que los domina y de comprender las diferentes formas de conflicto que habría que organizar para destruirla.

Sin la revolución, ya no son capaces de distinguir —distinción aún fundamental— entre el conflicto contra la dominación/explotación y el conflicto propio del proceso revolucionario.

La lucha revolucionaria (insurrección, doble poder, guerra popular prolongada, guerra partisana, estas son las formas que adoptó en el siglo XX) implica relaciones de poder muy diferentes de las de la dominación/explotación.

Este binomio puede ejemplificarse con la relación “amo/sirviente” de la Fenomenología del espíritu hegeliana, pero también con las relaciones de poder impuestas por la “voluntad de potencia” nietzscheana. Las fuerzas se encuentran en una relación asimétrica y jerárquica: el amo manda y el siervo obedece, tanto en Hegel como en Nietzsche.

La asimetría significa que en la dominación actúan fuerzas activas de los vencedores (agresivas, conquistadoras, expansivas) que imponen el poder, los valores y la explotación a las fuerzas pasivas/reactivas de los vencidos.

La ruptura de la asimetría

La relación asimétrica que describe Marx emerge claramente en su análisis del capital: la fuerza de trabajo (el ‘trabajo vivo’) es ante todo un componente del capital, al igual que las máquinas y las materias primas. Está subordinada, debe obedecer y ejecutar las órdenes del empleador, porque el proletariado ha sido derrotado y sometido por la acumulación primitiva.

Las relaciones entre hombres y mujeres, así como las que existen entre blancos y racializados, pertenecen al mismo orden de relaciones. Todas estas relaciones jerárquicas comparten la misma estructura: la división entre quienes mandan y quienes obedecen.

La guerra revolucionaria rompe esta asimetría. Clausewitz define la guerra —y nosotros diremos la revolución— como un conflicto “entre iguales”, que se distingue de los demás porque se lleva al extremo, hasta el enfrentamiento armado. Él comprende perfectamente que, en la guerra o en la revolución, ya no existen ‘amos’ ni ‘esclavos’.

En el combate llevado al extremo, escribe:

Mientras no haya aplastado al adversario, debo temer que sea él quien me aplaste a mí. Por lo tanto, ya no soy mi propio amo, ya que él me impone su ley como yo impongo la mía. (…) Cada uno de los adversarios impone su ley al otro».

Decir que las fuerzas son simétricas no significa que posean la misma cantidad de poder o fuerza. Significa más bien que ya no se encuentran en una relación de mando y obediencia, a pesar de la diferencia de sus poderes. Cada inicio de revolución lo demuestra. La relación simétrica implica que el proletariado posee la fuerza y la organización necesarias para ser autónomo e independiente, es decir, para imponer su propia ley.

La gran ilusión consiste en creer que lo que ya no somos capaces de conquistar políticamente nos lo da la ontología: es la ingenuidad en la que se mece todo el spinozismo político.

En la guerra revolucionaria, ambos polos de la oposición son positivos, pero heterogéneos, ya que no comparten ni los mismos valores ni objetivos.

El vuelco de las relaciones de fuerza no se produce a través de la dialéctica, sino a través de la estrategia. La estrategia revolucionaria consiste en debilitar lo que es fuerte y fortalecer lo que es débil, en invertir las relaciones de poder heredadas de la dominación.

Totalidad dividida, totalización imposible

Podemos distinguir diferentes tipos de conflicto: micropolíticos; raciales; de género; de clase; todos internos y al mismo tiempo opuestos a la relación amo/sirviente. En estos conflictos, la autonomía y la independencia conquistadas contra la dominación siguen siendo siempre relativas, parciales, limitadas —como la propia “libertad”—, ya que estas luchas continúan desarrollándose dentro del capitalismo y su Estado.

La máquina Capital-Estado ejerce una forma global de poder, actuando como un “todo” o, más precisamente, como una totalidad dividida: “totalidad”, porque organiza el conjunto de las relaciones de poder; “dividida”, porque el conflicto es endémico, imposible de eliminar.

Esta máquina tiende constantemente a la totalización de todas las relaciones de poder, sin poder completarla nunca. La guerra representa el intento paradójico de llevar a cabo dicha totalización, porque lleva el conflicto a extremos y, al mismo tiempo, lleva también al extremo la autonomía y la independencia del proletariado, en caso de que este logre iniciar un proceso revolucionario.

La lucha puede romper con la dominación y la explotación, pero sigue atrapada en la totalidad dividida de la máquina Estado-Capital, cuyo poder sigue creciendo si no se ataca en su totalidad. Es más, en la posguerra ha logrado incluso utilizar la resistencia y el conflicto contra sí misma como motor de la dinámica interna del “todo dividido”.

La teoría crítica y los nuevos movimientos fundan su estrategia en la oposición entre multiplicidad y dualismo. El poder, dicen, sería dualista; al contrario, la multiplicación de subjetividades, la proliferación de diferencias, la creación de nuevas formas de vida bastaría, por sí solas, para hacerlo caero al menos para bastarse a sí mismas.

Pero el “todo dividido” articula siempre multiplicidad y dualismo. Organiza incesantemente una multiplicidad de divisiones (de clase, de raza, de sexo) y hace de esas mismas divisiones la condición del dualismo fundamental entre quien manda y quien obedece – entre propietarios y no propietarios.

La organización del poder es, por tanto, doble: una multiplicidad de dispositivos “amo/sirviente” y la gran división “amigo/enemigo”, que permite decidir, dar forma y actuar en la llamada “complejidad” de las relaciones de poder. Esta división global de la máquina Estado-Capital comanda y estructura todas las demás.

Las autonomías e independencias conquistadas en los conflictos de raza, género o sexo, si no logran desafiar al capitalismo en su dimensión global y totalizadora, corren el riesgo de perder intensidad y transformarse en fuerzas funcionales al propio capitalismo. La máquina Capital-Estado puede tolerar, en su interior, movimientos que no amenacen su destrucción. Pero, tarde o temprano, estos son reabsorbidos por la dominación.

Tras la derrota de las revoluciones de los años sesenta y setenta, los movimientos sociales tienen dificultades para enfrentarse a la totalidad dividida del poder. Cuando lo consiguen, como en Egipto (Primavera Árabe), Chile (insurrección de 2019) o Francia (Chalecos Amarillos), son rápidamente derrotados porque carecen de una estrategia capaz de gestionar el enfrentamiento con la totalidad dividida del poder.

En todos estos casos se trató, como rezaba una pancarta durante la revuelta egipcia, de una ‘media revolución’: una revolución inconclusa, carente del ‘qué hacer’ y del ‘cómo hacer’ una vez alcanzado el punto del enfrentamiento directo.

La derrota de la revolución ha borrado, entre los dominados, la conciencia y el conocimiento del dualismo, y los movimientos políticos actuales son incapaces de reconstruirlo como eje estratégico.

Así se ha extendido un profundo miedo al dualismo, mientras que todo auténtico proceso de liberación pasa precisamente por su aceptación. Mario Tronti escribe, describiendo con precisión la condición en la que nos encontramos desde el “fin” de las revoluciones:

El miedo al dos. El uno es el en-sí tranquilizador de todo lo que existe. El tres es el punto de apoyo de la síntesis tranquilizadora de la contradicción. El dos presupone, de manera insoluble, la polaridad, la oposición, es más, la contradicción. Y siempre es un positivo y un negativo. Es en saber asumir sobre sí mismo la potencia inmanente de lo negativo, en formas elevadas, noblemente destructivas, donde se reconoce la fuerza capaz de medirse con el destino de cambiar el mundo.

El “dos” de la relación amo/sirviente (feminista, obrero o descolonial) no es de la misma naturaleza que el “dos” de la revolución. El primer “dos” dispone a todas las mujeres y personas racializadas por un lado y a todos los hombres y blancos por otro. El “dos” de la revolución, en cambio, actúa de manera diferente, dividiendo verticalmente a mujeres, hombres, personas racializadas, trabajadores, consumidores, ya que divide a los que están a favor y en contra de la destrucción de los poderes constituidos.

Organiza por su cuenta la oposición amigo/enemigo, recurriendo a mujeres, hombres, racializados, trabajadores, consumidores, pero dividiéndolos de manera diferente (según una fractura de clase) de cómo el racismo, el sexismo y la organización del trabajo los habían dividido.

Antes de ser una composición o una coordinación de las diferencias, la revolución opera una división, una radicalización, una centralización y una intensificación política de la oposición entre las fuerzas.

La “transversalidad”, concepto introducido por Félix Guattari en los años 60 —precursor de la interseccionalidad (que se limita a reproducir el concepto cincuenta años después)—, solo es eficaz si divide antes de componer (la primera parte de la acción de la transversalidad falta en Guattari, de ahí la debilidad del concepto).

Si no se encuentra esta oposición amigo/enemigo, nunca se cruzará la máquina del poder, ni la posibilidad de deshacerla.

Se vivirá en la ilusión de estar en éxodo o en fuga, en la quimera de construir formas de subjetividad y de vida autónomas e independientes, de crear comunidades, de “convertirse en revolucionarios”, de vivir pequeñas y fugaces libertades (Rancière), mientras que en realidad se está sometido, dominado, explotado de una manera que nos remite a los períodos más oscuros de la historia del capitalismo.

Una ilusión que se derrumbó definitivamente con el régimen de guerra, el genocidio, el avance de la violencia racista y sexista que, uno tras otro, cerraron todos los espacios de “libertad”, deshicieron los procesos de subjetivación y transformaron el devenir revolucionario en devenir fascista.

Sin el reconocimiento de este dualismo, sin la búsqueda de una oposición radical a la totalidad dividida, las clases oprimidas merecen, como ya se decía a principios del siglo XX, ser “tratadas como esclavas”, algo de lo que nuestros amos no se privan en absoluto.

La guerra, el genocidio, la guerra civil mundial vuelven a poner en primer plano esta oposición amigo/enemigo, pero quien la ha hecho resurgir ha sido el enemigo de clase, y nosotros la sufrimos.

Autonomía, independencia, fuerza

El proceso de subjetivación de los nuevos movimientos sigue centrado en la consolidación de la relación con uno mismo, de las formas de vida, de las producciones de las diferencias, evitando tener en cuenta la necesidad complementaria del conflicto contra la “totalidad dividida” (el paso de la lucha contra la dominación a la “revolución”), ya que sin una ofensiva contra la totalización imposible, la autonomía y la independencia conquistadas en la lucha contra la dominación declinan inexorablemente.

La afirmación política necesita una doble negación. La primera es el rechazo a someterse a la relación de obediencia impuesta por el amo, el hombre, el blanco. La relación de subordinación se rompe con un acto subjetivo de rebelión.

Pero el rechazo de la relación sirviente/amo (capitalista/obrero, hombre/mujer, blanco/racializado) requiere una segunda negación, la negación de la máquina global del poder, la negación de todo lo dividido, la negación de la totalización imposible.

La primera negación produce un proceso de subjetivación que debe continuar, enriquecerse, cobrar consistencia al constituirse como voluntad de destrucción de las formas de la totalidad dividida. La segunda negación abre el proceso de construcción de relaciones de fuerza y de subjetivación capaces de atacar al poder como un todo (dividido). Proceso de largo período, a diferencia de la instantaneidad de la primera negación (rechazo, revuelta, etc.).

Los nuevos movimientos parecen querer limitarse a la primera negación y al proceso de subjetivación que le sigue, quedando a merced del Capital y de su Estado.

Lo que parecen no desear es la necesidad y la organización del ciclo estratégico de la ruptura radical. De ahí la fuerza de la revuelta que se transforma en impotencia de los movimientos desde hace al menos 50 años.

Lo que los nuevos movimientos no han logrado, afirmarse a través de esta doble negación, lo han conseguido los Chalecos Amarillos, que merecen una atención especial desde dos puntos de vista: por un lado, han sido capaces de organizar el paso de la dominación al enfrentamiento directo con el poder; por otro, han logrado llevar a una multiplicidad dispersa y fragmentada de proletarios al dualismo de poder con el ‘todo dividido’.

Este paso no ha sido una simple coordinación y, si ha movilizado tan ampliamente, es porque ha propuesto una concentración e intensificación de la fuerza contra la totalidad del poder, algo que los sindicatos, los partidos políticos de izquierda y los nuevos movimientos políticos se niegan a hacer.

Los Chalecos Amarillos han sabido evitar las trampas y las ilusiones de las libertades parciales, de las pequeñas subjetivaciones, porque han comprendido bien que esta parcialidad siempre permanece dentro de las relaciones de explotación y dominación.

El poder no se ha equivocado: ha movilizado toda la ferocidad de la maquinaria policial para neutralizar la fuerza de este enemigo interno que había escapado a todas las mediaciones de integración sindical y política.

Al final, lo que ha faltado, una vez más, ha sido una sabiduría estratégica de estas situaciones de doble poder, una capacidad de construir alianzas para consolidarlo, la teoría y la práctica del ciclo estratégico.

Tras la derrota de los años setenta, el pensamiento crítico italiano difundió la extraña idea de que ya no es necesario conquistar la autonomía y la independencia en el plano político, pues estas constituirían el patrimonio ontológico del nuevo proletariado.

Aún más extraño: su impotencia se debería a un exceso de potencia, de competencias, habilidades, conocimientos y saber-hacer que no sabría cómo articular. Se puede sospechar legítimamente que la impotencia es política, al igual que la potencia.

Esto es aún más sorprendente si se piensa que en la Italia de los años 1968-1978 el proletariado había conquistado una autonomía y una independencia reales (no vagamente ontológicas), expresando un poder de decisión, de elección, una voluntad de imponer su punto de vista en las fábricas, en las universidades, en los barrios, y al mismo tiempo una negación complementaria de la capacidad de decisión, de elección y de imposición del enemigo.

Todo ello conduciendo a una lucha encarnizada contra la totalidad dividida, infundiendo en las clases dominantes —mediante el uso de la fuerza, local y global— ese miedo que normalmente utilizan como medio de gobierno. No hay libertad sin fuerza, ¡al menos eso lo sabemos desde Maquiavelo!

El pensamiento crítico ha dado un paso adelante y dos atrás, queriendo promover la acción positiva, afirmativa de la multiplicidad.

Al igual que los nuevos movimientos, ha ampliado el ciclo de acumulación incluyendo la explotación de la reproducción social (feminismo), de las personas racializadas (movimiento descolonial), de la tierra y de los seres vivos (ecología política); estas relaciones «amo/sirviente», que el marxismo había descuidado, han sido analizadas políticamente, diseccionadas, pero descuidando el ciclo guerra/revolución.

Pero el dualismo estratégico ha sido pensado y reorganizado únicamente por la maquinaria Estado-Capital, y completamente abandonado por quienes se oponen a ella, como si la multiplicación de las modalidades de explotación y dominación que los nuevos movimientos y el pensamiento crítico ponían de relieve contuviera por sí sola el conjunto de las relaciones de poder y la fuerza para vencerlas.

La “reproducción” siempre requiere la concurrencia de la fuerza: no está garantizada únicamente por los diferentes dispositivos amo/sirviente.

El cierre imposible de la reproducción capitalista está asegurado por la policía y el ejército cuando se ve amenazada desde dentro; por la guerra y la guerra civil mundial cuando corre el riesgo de derrumbarse, como ocurre hoy en día.

Las diversas teorías de la reproducción olvidan con demasiada facilidad que el poder es inseparable de lo militar, el gobierno del uso de la fuerza y de su monopolio, impulsadas en este sentido por las teorías del poder posteriores a 1968, donde todas estas categorías parecen haber desaparecido para dar paso a conceptos como la gubernamentalidad, la biopolítica, las sociedades disciplinarias, de control, de vigilancia, etc.

Solo la Máquina Estado-Capital ha sabido, en cada ruptura (1945-1971-1991-2008), replantearse su estrategia, porque siempre ha mantenido una idea clara de quién era su enemigo y cómo combatirlo.

Impotencia teórica

La impotencia política contemporánea tiene raíces profundas, que se remontan a los años posteriores a 1968. ¿Cómo reaccionaron la teoría crítica y los movimientos ante la derrota de la revolución de la posguerra?

Los pensadores críticos son muy diferentes entre sí, pero coinciden en un principio: neutralizar los conceptos de guerra, guerra civil y revolución, negando al mismo tiempo el estrecho vínculo que une a esta última con los primeros.

Alain Badiou ve en el hecho de que las revoluciones surjan en el seno de las guerras la causa de su fracaso. Considera que las políticas que adoptan conceptos como “estrategia”, “táctica”, “movilización”, “agenda”, “ofensiva y defensiva”, o incluso “relación de fuerzas”, son “muerte”, ya que “el modelo de la guerra es omnipresente”.

Para Étienne Balibar, “las revoluciones han tenido lugar (o al menos algunas revoluciones, pero a escala mundial y de alcance universal), y en lo inmediato todas han fracasado. Su uso político de la violencia está en el centro de este fracaso”.

Las afirmaciones de Negri sobre la revolución son paradójicas: en medio de una contrarrevolución capitalista que lo ha arrasado todo a su paso, afirma que la revolución ya ha tenido lugar (lo que implica que ya no es necesaria, que hay que pasar al poder constituyente como después de toda revolución), dejándonos en herencia una transformación ontológica que habría hecho al proletariado más fuerte que la clase obrera clásica.

Al final de la trilogía con Michael Hardt, los autores encuentran la manera de liquidar la guerra: “La opción militar ha fracasado ampliamente, ya que la sociedad en guerra mina la productividad… La opción financiera es mucho más eficaz”.

Michel Foucault, rechazando la guerra civil como analizador de las relaciones de poder —después de haberla considerado como tal durante toda la primera mitad de los años setenta—, declara el fin del ciclo de las revoluciones.

Por ello, es necesario abandonar el punto de vista radical (revolucionario) y global (luchar contra la totalidad dividida del poder) y dedicarse a la micropolítica (las relaciones hombre/mujer, maestro/alumno, médico/enfermo, etc.), estrategia también recomendada por Deleuze y Guattari.

Las revoluciones siempre terminan mal, pero no el “devenir revolucionario”, que cada uno puede cultivar como una ética, una relación consigo mismo identificada con un “devenir revolucionario”.

Con Guattari, operan un contrasentido sobre la naturaleza del capitalismo, perfectamente expresado por este último, que liquida la guerra y la revolución asumiendo los lugares comunes que se repetían ingenuamente antes de cada guerra mundial: “Las revoluciones que apuntan a la toma del poder estatal – pensemos en el modelo revolucionario afianzado en el siglo pasado y a principios de este – son revoluciones que ya no corresponden al nivel actual de integración, de relaciones internacionales, de estrategia, de desarrollo del capital, de desarrollo político”, mientras que la economía, en lugar de sustituir a la guerra, la ha transformado en guerra total, industrial, tecnológica, tanto más mortífera cuanto más integra al mundo entero. En estas condiciones, sin guerra ni revolución, la máquina de guerra ya no tiene la guerra como objetivo, sino la mutación: la producción de una nueva subjetividad, la revolución micropolítica.

Rancière no necesita eliminar la guerra y la guerra civil (a pesar de ser el verdadero fundamento de la polis griega de la que extrae su modelo de democracia), ya que nunca han formado parte de su ‘política’. La división entre las clases, resultado de feroces guerras civiles, queda reducida al “partage du sensible” (1).

La ceguera ante la guerra y la revolución es la consecuencia directa de la doble batalla que todas estas teorías han librado contra lo ‘negativo’ y el ‘dos’.

La negación y el dualismo remitirían a la dialéctica hegeliana, a su permutación automática de los términos, a la síntesis como superación de las contradicciones.

Así, la crítica de la trascendencia del “Uno” se hace a través de la “multiplicidad”, otra forma de eludir o sortear el “dos” del poder. Sin embargo, nuestra sociedad no es ni “una” ni “múltiple”: está dividida, dramáticamente dividida, como se puede constatar de mil maneras. La guerra, la guerra civil, el genocidio parecen malos recuerdos de una época pasada para siempre, mientras que son un sangriento recordatorio del dualismo que fundamenta el capitalismo.

Lo absolutamente sorprendente de estas afirmaciones es que se formularon en plena guerra civil desencadenada por Estados Unidos, guerra que estas mismas teorías fueron incapaces de reconocer y nombrar.

Librada entre 1971 y 1985 en todo el ‘mundo libre’ (todavía existía la URSS), esta guerra civil tenía como objetivo restablecer su potencia económica y política, fuertemente sacudida en los años sesenta (la guerra contra el Sur, ejemplificada por la intervención en Vietnam, por un lado, y la competencia de Japón y Alemania, por otro).

El conjunto de estas teorías ha permanecido ciego ante la gran importancia estratégica del “dos” de esta guerra civil, que determinó el paso del fordismo al llamado “neoliberalismo” mediante una amplia activación de la negación y la afirmación de un dualismo de clases capaz de imponer un cambio económico, político y social dictado y comandado por la fuerza, que, cuando era necesario, también era armada.

¿Cómo se produjo el paso del fordismo al llamado neoliberalismo? ¿El cambio se produjo de manera inmanente a la producción?

Se puede dudar de ello, al igual que se puede dudar de que la economía sea un ámbito y una ciencia autónoma, cerrada en sí misma, de la que se puedan extraer ‘leyes’ como lo hace la ciencia de la naturaleza.

Ya Marx, siguiendo a los economistas clásicos, hablaba de economía política, y nunca simplemente de economía, puesto que esta era inseparable de la acción del Estado, de su intervención tanto política, militar y económica (en particular a través del crédito público, verdadero ‘credo’ del capital).

El lado político de la expresión “economía política” nunca fue realmente estudiado por Marx, que privilegió el “capital”.

Con el advenimiento del imperialismo las cosas cambian profundamente, ya que no solo el Estado desempeña un papel determinante, tanto desde el punto de vista económico como desde el político/militar, sino que también uno de los atributos de su soberanía se vuelve estratégico para el capitalismo: declarar y conducir la guerra.

Gramsci, en su famoso artículo La revolución contra el capital, analiza lo que distingue el capitalismo de Marx del de Lenin: «Marx previó lo previsible. No podía prever la guerra europea, o, mejor dicho, no podía prever que esta guerra tendría la duración y los efectos que tuvo”.

Rosa Luxemburg, unos años antes, en su obra principal, observa que, en el mercado mundial, tal y como se ha configurado con el imperialismo, la guerra, las relaciones de fuerza entre Estados y los conflictos por la apropiación colonial hacen que el funcionamiento de las leyes económicas sea más que precario.

En términos más generales, la crítica de la economía política presenta un defecto fundamental: no puede partir de la producción de mercancías y su distribución. Ni siquiera la producción marxiana constituye un buen punto de partida, ya que presupone que la fuerza de trabajo ya está privada de toda propiedad y que el capitalista, por el contrario, es el propietario de las condiciones materiales de la existencia.

La división entre propietarios y no propietarios no es el resultado de la producción: surge de la fuerza, de la violencia, de la guerra civil. Desde cualquier punto de vista desde el cual se analice la producción (a nivel macro —mercado mundial— o micro —producción en fábrica, trabajo doméstico, etc.—), no se puede separar de la guerra.

Pero el elemento decisivo es la transformación de la naturaleza del conflicto: la entrada de los “pueblos oprimidos” (los pueblos colonizados) en la lucha. La transformación, en esta parte del mundo, de la lucha de clases en guerra de guerrilleros y en revolución victoriosa, sustrae a la soberanía del Estado la prerrogativa de declarar y llevar a cabo la guerra.

La división Norte/Sur, es decir, la colonización, sufre un primer y decisivo ataque del que ya no se recuperará. El conflicto da un salto cualitativo al convertirse en global, superando un umbral que obliga al Estado y al capital a reorganizarse para intentar detener lo que, tras el fin de la Primera Guerra Mundial y la revolución soviética, ya se denominaba “el declive de Occidente”.

Desde el advenimiento del imperialismo y la “guerra de guerrillas”, el marco general de la acción política y económica es la guerra civil mundial. Esta es la razón principal por la que la definición de crítica de la economía política es insuficiente.

Que la guerra tenga una función estructural en el capitalismo significa que constituye el marco en el que se desarrollan las luchas; y si cada lucha no es una guerra, debe tener en cuenta esta realidad, sobre todo porque, tarde o temprano, la maquinaria Estado-Capital les conduce inevitablemente a ella.

Lo quiera o no, la guerra, dada la naturaleza, las contradicciones y las oposiciones que suscita el capitalismo, representa el desenlace final del ciclo de acumulación.

En poco más de un siglo, se han sucedido cuatro guerras mundiales (y una guerra civil occidental). Pensar la estrategia fuera de este marco significa condenarse a la impotencia y a la derrota.

Traducción nuestra


*Maurizio Lazzarato vive y trabaja en París. Entre sus publicaciones con DeriveApprodi se encuentran: La fábrica del hombre endeudado (2012), El gobierno del hombre endeudado (2013), El capitalismo odia a todos (2019), Guerra o revolución (2022), Guerra y moneda (2023). Su última obra es: ¿Guerra civil mundial? (2024).

Nota nuestra

(1) “Partage du sensible”: Es un concepto central de Jacques Rancière. Se dejó en francés entre comillas, como es habitual. En español suele traducirse como «el reparto de lo sensible» o «la distribución de lo sensible», refiriéndose al sistema de divisiones y límites que define qué es visible, decible y pensable dentro de un orden social.

Fuente original: Machina Rivista

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