EL CONFLICTO ENTRE CHINA Y JAPÓN: REARME, DILEMA ESTRATÉGICO Y RIESGO DE ENFRENTAMIENTOS REGIONALES. Pedro Monzón Barata.

Pedro Monzón Barata.

Ilustración: Batoul Chamas para Al Mayadeen English

25 de diciembre 2025.

La contradicción estructural entre una alianza militar con Estados Unidos y la dependencia comercial de China está convirtiendo al archipiélago japonés en un punto de fricción decisivo en la región.


La creciente tensión entre China y Japón se ha convertido en una de las fuentes de inestabilidad más preocupantes de la región Asia-Pacífico. A diferencia de décadas anteriores, cuando la rivalidad se limitaba a disputas diplomáticas controladas o a la competencia económica, ahora somos testigos de una profunda reconfiguración de sus relaciones, marcada por un nuevo eje estratégico: Taiwán.

Bajo el liderazgo de la primera ministra Sanae Takaichi, figura destacada del ala más conservadora del Partido Liberal Democrático (PLD), Tokio se ha embarcado en una remilitarización sin precedentes desde 1945, en estrecha alineación con la política exterior estadounidense bajo el segundo mandato presidencial de Donald Trump.

Paradójicamente, mientras Japón endurece su postura militar y se involucra cada vez más en el conflicto que rodea a Taiwán, una provincia china, mantiene una profunda interdependencia económica con China, vital para su estabilidad interna. Esta contradicción estructural —entre una alianza militar con Washington y la dependencia comercial de Pekín— está convirtiendo al archipiélago japonés en un punto de fricción decisivo en la región, con un riesgo real de desencadenar un conflicto más amplio.

Un gobierno conservador como caldo de cultivo para el rearme

El ascenso al poder de Sanae Takaichi en octubre de 2025 no fue el resultado de un mandato popular abrumador, sino más bien de una frágil reorganización parlamentaria tras la caída del gabinete de Shigeru Ishiba. Consiguió gobernar gracias a una alianza con el partido ultraliberal Ishin, el apoyo de las facciones tradicionalistas del PLD —herederas del legado de Shinzo Abe y Taro Aso— y la ruptura de la histórica coalición con el partido pacifista y budista Komeito.

Aunque su nombramiento fue aclamado como un hito simbólico por ser la primera mujer en ocupar el cargo, su gabinete refleja una agenda profundamente conservadora: solo tres mujeres en un equipo de 19 ministros, una ministra de Igualdad crítica con el «feminismo radical», una defensa inquebrantable de la sucesión imperial exclusivamente masculina y resistencia a reformas como la adopción de apellidos matrimoniales.

En el ámbito económico, la Sra. Takaichi ha profundizado en una agenda neoliberal: recortes en el gasto social, flexibilización del mercado laboral y un fuerte respaldo estatal a sectores estratégicos como la defensa y la alta tecnología.

Este marco ha servido de base para lo que el Gobierno denomina la «normalización» de su política de seguridad.

En la práctica, sin embargo, equivale a una erosión deliberada del espíritu pacifista del artículo 9 de la Constitución, que desde 1947 prohíbe a Japón mantener fuerzas de combate o recurrir a la guerra. Reinterpretar este principio no es un simple ajuste técnico, sino que representa un cambio ideológico que ha transformado a Japón de un aliado defensivo en un actor potencialmente ofensivo en la escena regional, un desarrollo que evoca dolorosos recuerdos de la trágica conducta del país desde que se embarcó en su expansión imperial tras la Restauración Meiji.

El «dilema japonés»: entre la contención, la dependencia y la autonomía

La relación de Japón con China se encuentra atrapada en un dilema estratégico tridimensional.

En primer lugar, la necesidad de seguridad: a pesar de que históricamente Japón fue el país agresor —habiendo invadido China y causado graves daños a su población—, en su política y estrategia militar actuales, Tokio trata a China como su principal amenaza.

Esta percepción se basa en la disputa territorial sobre las islas Senkaku (Japón) o Diaoyu (China), la creciente presencia naval y aérea de China en el mar de China Oriental y, sobre todo, el temor a que un conflicto sobre Taiwán pueda arrastrar a Japón a la guerra debido a su geografía, la presencia de bases militares estadounidenses en su territorio y su alianza formal con Washington.

La respuesta ha sido clara: un aumento récord del gasto militar —que alcanzará los 8,3 billones de yenes en 2025, acercándose al 2 % del PIB exigido por la OTAN—, una intensa cooperación con el Quad y maniobras trilaterales con Estados Unidos y Corea del Sur centradas en escenarios que implican el bloqueo del estrecho de Taiwán.

En segundo lugar, la necesidad económica: Pekín es el principal socio comercial de Tokio. Sectores como el automovilístico, el electrónico y el de componentes industriales dependen de manera crítica del mercado chino.

Las cadenas de suministro —especialmente en semiconductores, tierras raras y fabricación de precisión— están tan profundamente entrelazadas que cualquier intento de «desacoplamiento» tendría consecuencias devastadoras.

La amenaza de represalias económicas selectivas por parte de China constituye un freno real a la alineación imperial ciega con Washington.

En tercer lugar, la necesidad estratégica de autonomía: la élite japonesa entiende que su futuro está en Asia. Por ello, Tokio participa en acuerdos como el RCEP (junto con China), busca el liderazgo en el sudeste asiático y mantiene canales diplomáticos con Pekín, incluso en medio de tensiones crecientes.

Sin embargo, esta búsqueda de «autonomía relativa» choca con la lógica de bloque impuesta por la política tradicional de Estados Unidos y la anterior y nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Trump, que exige una lealtad inequívoca, especialmente en lo que respecta a Taiwán.

La cuestión de Taiwán: el catalizador del choque

Fue precisamente en torno a Taiwán donde se rompió el ambiguo equilibrio que Japón había mantenido durante décadas. Tradicionalmente, Tokio reconocía el principio de «una sola China» y evitaba declaraciones directas sobre la defensa de la isla. Pero bajo el mandato de la Sra. Takaichi, esta cautela ha sido sustituida por una postura abiertamente intervencionista.

El 15 de noviembre de 2025, en el Foro Económico Mundial de Tokio, la primera ministra declaró que «Japón tiene responsabilidades regionales que podrían incluir el apoyo a Taiwán en caso de agresión». Pekín consideró esta declaración intervencionista como una violación flagrante de su soberanía. Al mismo tiempo, su Gobierno ha promovido una reinterpretación aún más laxa del artículo 9, abriendo la puerta a capacidades ofensivas: misiles de largo alcance, exportaciones de tecnología de doble uso y cooperación logística explícita en situaciones de crisis en el estrecho.

Las palabras se han traducido en hechos: Japón ha donado drones a Taipéi, ha autorizado la venta de radares estratégicos (fabricados por NEC) y ha coordinado con Estados Unidos y Australia planes de evacuación para 20 000 ciudadanos japoneses en Taiwán, lo que implica de facto una planificación conjunta de contingencia para el conflicto.

Pekín reconoce en esta conducta un salto cualitativo: Japón está dejando de ser un aliado pasivo para convertirse en un actor directo en una cuestión no negociable: la integridad territorial de Taiwán como territorio soberano chino, un hecho históricamente demostrado y reconocido por la comunidad internacional y la propia Organización de las Naciones Unidas.

La respuesta de China: presión en todos los frentes

Como es comprensible, China ha respondido con rapidez y contundencia. Tras el discurso de la Sra. Takaichi, suspendió el diálogo bilateral sobre áreas sensibles como la ciberseguridad y el cambio climático. Tras su simbólica visita al santuario de Yasukuni el 7 de diciembre, un lugar que rinde homenaje a los caídos de Japón en la Segunda Guerra Mundial, incluidos los criminales de guerra condenados, Pekín activó una narrativa en la que denunciaba el fortalecimiento del peligroso «revisionismo japonés».

En el ámbito militar, China ha desplegado el portaaviones Liaoning cerca de las islas Senkaku/Diaoyu y ha simulado escenarios de bloqueo marítimo. En el ámbito económico, ha promovido boicots contra marcas como Toyota y Panasonic, ha lanzado campañas en los medios de comunicación —como un editorial del Diario del Pueblo titulado «El revisionismo japonés amenaza una vez más la paz en Asia»y ha advertido a los turistas sobre la «inseguridad» en Japón.

Se han producido manifestaciones populares frente a la embajada japonesa en Pekín, en apoyo a la postura oficial. El conflicto bilateral ha adquirido así una triple dimensión: militar, diplomática y económica.

El arco Taiwán-Senkaku: la geografía del rearme

La remilitarización de Japón se estructura geográficamente en torno al eje Taiwán-Senkaku. Tokio ha reforzado sus capacidades en el archipiélago suroccidental, especialmente en Okinawa y las islas Nansei (islas Ryukyu), con el pretexto de proteger tanto las islas en disputa como las rutas marítimas hacia Taiwán. El desarrollo de misiles antibuque, sistemas de defensa aérea de largo alcance y la integración en ejercicios con Estados Unidos y Corea del Sur han convertido a Japón en un pilar avanzado de la desesperada política de contención de Estados Unidos en el Indo-Pacífico.

En virtud de su recién publicada Estrategia de Seguridad Nacional, la Administración Trump ha reforzado su compromiso regional, aunque con un enfoque más selectivo. A diferencia de la «disuasión integrada» de la era Biden, la estrategia de Trump da prioridad al hemisferio occidental y exige a los aliados que «paguen su parte correspondiente».

Esto ha legitimado el rearme japonés, pero, al parecer, también ha introducido ambigüedad en cuanto al respaldo automático de Estados Unidos en un escenario de Taiwán.

Al mismo tiempo, la NDAA (Ley de Autorización de Defensa Nacional de los Estados Unidos) de 2025 aumenta la ayuda militar a Taiwán, y Washington ha desplegado misiles hipersónicos en Guam, lo que profundiza la coordinación con Tokio.

El resultado es un triángulo de presión: Estados Unidos como arquitecto, Japón como bastión militar y Taiwán como posible punto álgido. Esto ya no es retórica: el conflicto se está desarrollando en maniobras militares, transferencias de tecnología y planes de contingencia.

Tensiones internas: pacifismo frente a nacionalismo

Este cambio no está exento de resistencia interna. Las encuestas de NHK y Shimbun muestran que solo un tercio de la población apoya las medidas militares directas relacionadas con Taiwán; una clara mayoría teme que Japón se convierta en un «objetivo nuclear» en un conflicto entre superpotencias, invocando el trauma de Hiroshima y Nagasaki. El 71 % quiere preservar el artículo 9 sin cambios sustanciales.

El movimiento pacifista, liderado por organizaciones como la Asociación del Artículo 9, sigue siendo influyente, especialmente entre las generaciones mayores. Mientras tanto, la economía japonesa se enfrenta a crisis: una inflación superior al 5 %, el arroz, un alimento básico en la dieta japonesa, ha duplicado su precio desde 2021, la deuda pública ronda el 250 % del PIB y el yen se ha depreciado considerablemente.

En este contexto, el rearme se presenta como una forma de impulsar el complejo militar-industrial, lo que beneficia a conglomerados como Mitsubishi, IHI o NEC. El nacionalismo antichino funciona así como una válvula de escape simbólica para las contradicciones del capitalismo japonés.

Opciones estratégicas y sus costes

Japón se enfrenta ahora a tres caminos, todos ellos con altos costes:

  1. Alineamiento total con Estados Unidos: garantiza el respaldo militar, pero expone a Tokio a una ruptura económica con China y lo sitúa en primera línea de un conflicto.

  2. Acomodación justa con China: protege la interdependencia económica, pero erosiona la confianza con Washington.

  3. Estrategia de gestión de riesgos (el camino actual): refuerza la alianza con Estados Unidos y preserva los lazos con China. Evita rupturas inmediatas, pero aumenta la probabilidad de incidentes debido a malentendidos y represalias económicas selectivas.

Es en este escenario intermedio, particularmente inestable, en el que se encuentra hoy Japón: remilitarizándose en torno al eje Taiwán-Senkaku, alineado con la doctrina de contención de Trump, pero aún dependiente de China como motor comercial.

Hacia una «guerra fría caliente»

El conflicto entre China y Japón no es un fenómeno bilateral aislado, sino un microcosmos del orden regional emergente. Estados Unidos está ampliando su presencia militar en Filipinas, Guam y Australia; China responde con coacción económica y diplomacia activa, denunciando a Japón como el factor desestabilizador. El resultado es un entorno propenso a incidentes accidentales o provocados: encuentros peligrosos cerca de Senkaku, malentendidos durante maniobras cerca de Taiwán o escaladas que perturban cadenas de suministro críticas.

Conclusión: el mejor escenario posible

Más que una cuestión estrictamente bilateral, el conflicto entre China y Japón señala el probable destino de toda la región Asia-Pacífico: naciones atrapadas entre la dependencia económica de China y la dependencia militar de Estados Unidos —el ejecutor del injusto orden internacional actual— y presionadas para elegir el bando imperialista en un mundo en el que ya no se tolera la ambigüedad estratégica.

En este contexto, el mejor escenario posible para garantizar la estabilidad y la paz —aunque hoy pueda parecer lejano— sería una coexistencia competitiva estructurada. Para ello sería necesario:

– Que Japón equilibrara su alianza con Washington sin cruzar las líneas rojas de Pekín, especialmente en lo que respecta a Taiwán.

– Que China responda con buena voluntad a ese cambio positivo;

– Y, sobre todo, que Estados Unidos —bajo la segunda presidencia de Trump— acepte un grado de autonomía estratégica para sus aliados, en lugar de imponerles una lealtad absoluta.

La nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Trump, centrada en un «reinicio» global y una contención más selectiva, abre una ventana de oportunidad.

Si Tokio la aprovecha con prudencia, podría evitar convertirse en el eslabón más débil del orden indopacífico. De lo contrario, el archipiélago podría transformarse no solo en el escenario de una nueva «guerra fría caliente», sino en su primer campo de batalla.

La paz en Asia-Pacífico no depende únicamente de los arsenales, sino de la capacidad de aquellos actores —comprometidos con mantener la política de contención de China— para imaginar un futuro que no esté condenado a repetir los graves errores del pasado.

En este empeño, Japón no es solo un actor clave, sino el espejo más claro del dilema al que se enfrenta toda la región en un mundo que avanza inevitablemente hacia la multipolaridad y un orden internacional más justo.

Traducción nuestra


*Pedro Monzón Barata Exembajador y cónsul general de Cuba en Sao Paulo; investigador del Centro de Estudios de Política Internacional.

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Fuente original: Al Mayadeen English

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