Jeffrey D. Sachs.
Ilustración: La toma de Sebastopol por los ejércitos aliados británicos, el 8 de septiembre de 1855, tras un asedio de 318 días. (Popular Graphic Arts/Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos/Wikimedia Commons)
24 de diciembre 2025.
Mientras que se presume que otras potencias tienen intereses legítimos en materia de seguridad que deben equilibrarse y acomodarse, los intereses de Rusia se consideran ilegítimos. La rusofobia funciona menos como un sentimiento que como una distorsión sistémica, que socava repetidamente la propia seguridad de Europa.
Europa ha rechazado repetidamente la paz con Rusia en momentos en los que era posible alcanzar un acuerdo negociado, y esos rechazos han resultado profundamente contraproducentes.
Desde el siglo XIX hasta la actualidad, las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad no se han tratado como intereses legítimos que deben negociarse dentro de un orden europeo más amplio, sino como transgresiones morales a las que hay que resistirse, contener o anular.
Este patrón ha persistido a lo largo de regímenes rusos radicalmente diferentes —zarista, soviético y postsoviético—, lo que sugiere que el problema no radica principalmente en la ideología rusa, sino en la negativa persistente de Europa a reconocer a Rusia como un actor legítimo e igualitario en materia de seguridad.
Mi argumento no es que Rusia haya sido totalmente benigna o digna de confianza. Más bien, es que Europa ha aplicado sistemáticamente un doble rasero en la interpretación de la seguridad.
Europa considera normal y legítimo su propio uso de la fuerza, la creación de alianzas y la influencia imperial o posimperial, mientras que interpreta el comportamiento comparable de Rusia —especialmente cerca de sus propias fronteras— como intrínsecamente desestabilizador e inválido.
Esta asimetría ha reducido el espacio diplomático, ha deslegitimado el compromiso y ha hecho más probable la guerra. Del mismo modo, este ciclo contraproducente sigue siendo la característica definitoria de las relaciones entre Europa y Rusia en el siglo XXI.
Un fracaso recurrente a lo largo de esta historia ha sido la incapacidad —o la negativa— de Europa a distinguir entre la agresión rusa y el comportamiento de Rusia en busca de seguridad. En múltiples períodos, las acciones interpretadas en Europa como prueba del expansionismo inherente de Rusia eran, desde la perspectiva de Moscú, intentos de reducir la vulnerabilidad en un entorno percibido como cada vez más hostil.
Mientras tanto, Europa interpretó sistemáticamente la creación de sus propias alianzas, los despliegues militares y la expansión institucional como medidas benignas y defensivas, incluso cuando estas reducían directamente la profundidad estratégica de Rusia.
Esta asimetría se encuentra en el centro del dilema de seguridad que se ha convertido repetidamente en conflicto: la defensa de una parte se considera legítima, mientras que el temor de la otra se descarta como paranoia o mala fe.
La rusofobia occidental no debe entenderse principalmente como una hostilidad emocional hacia los rusos o la cultura rusa. Más bien, funciona como un prejuicio estructural arraigado en el pensamiento europeo sobre la seguridad: la suposición de que Rusia es la excepción a las normas diplomáticas normales.
Mientras que se presume que otras grandes potencias tienen intereses de seguridad legítimos que deben equilibrarse y acomodarse, los intereses de Rusia se consideran ilegítimos a menos que se demuestre lo contrario.
Esta suposición sobrevive a los cambios de régimen, ideología y liderazgo. Transforma los desacuerdos políticos en absolutos morales y hace que el compromiso resulte sospechoso. Como resultado, la rusofobia funciona menos como un sentimiento que como una distorsión sistémica, que socava repetidamente la propia seguridad de Europa.
Rastreo este patrón a lo largo de cuatro grandes arcos históricos.
En primer lugar, examino el siglo XIX, comenzando por el papel central de Rusia en el Concierto Europeo después de 1815 y su posterior transformación en la amenaza designada de Europa.
La guerra de Crimea surge como el trauma fundacional de la rusofobia moderna: una guerra elegida por Gran Bretaña y Francia a pesar de la posibilidad de un compromiso diplomático, impulsada por la hostilidad moralizada y la ansiedad imperial de Occidente más que por una necesidad inevitable.
El memorándum de Pogodin de 1853 sobre el doble rasero de Occidente, con la famosa nota marginal del zar Nicolás I —«Esta es la clave»— no es solo una anécdota, sino una clave analítica para comprender el doble rasero de Europa y los comprensibles temores y resentimientos de Rusia.
En segundo lugar, paso a los periodos revolucionario y de entreguerras, cuando Europa y Estados Unidos pasaron de la rivalidad con Rusia a la intervención directa en los asuntos internos de este país.
Examino en detalle las intervenciones militares occidentales durante la Guerra Civil Rusa, la negativa a integrar a la Unión Soviética en un sistema de seguridad colectiva duradero en los años veinte y treinta, y el catastrófico fracaso de la alianza contra el fascismo, basándome especialmente en el trabajo de archivo de Michael Jabara Carley.
El resultado no fue la contención del poder soviético, sino el colapso de la seguridad europea y la devastación del propio continente en la Segunda Guerra Mundial.
En tercer lugar, el inicio de la Guerra Fría supuso lo que debería haber sido un momento decisivo para corregir el rumbo; sin embargo, Europa volvió a rechazar la paz cuando podría haberse asegurado.
Aunque en la conferencia de Potsdam se llegó a un acuerdo sobre la desmilitarización de Alemania, Occidente posteriormente se retractó. Siete años más tarde, Occidente rechazó de manera similar la Nota de Stalin, que ofrecía la reunificación alemana basada en la neutralidad.
El rechazo de la reunificación por parte del canciller [Konrad] Adenauer [de Alemania Occidental], a pesar de las claras pruebas de que la oferta de [el líder soviético Josef] Stalin era genuina, consolidó la división de Alemania después de la guerra, afianzó la confrontación entre bloques y sumió a Europa en décadas de militarización.
Por último, analizo la era posterior a la Guerra Fría, cuando se le ofreció a Europa su oportunidad más clara de escapar de este ciclo destructivo. La visión del líder soviético Mijaíl Gorbachov de una «casa común europea» y la Carta de París articulaban un orden de seguridad basado en la inclusión y la indivisibilidad.
En cambio, Europa optó por la expansión de la OTAN, la asimetría institucional y una arquitectura de seguridad construida en torno a Rusia en lugar de con ella. Esta elección no fue accidental. Reflejaba una gran estrategia angloamericana —articulada de forma más explícita por Zbigniew Brzezinski— que trataba a Eurasia como el escenario central de la competencia mundial y a Rusia como una potencia a la que había que impedir que consolidara su seguridad o su influencia.
Las consecuencias de este largo patrón de desprecio por las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad son ahora visibles con brutal claridad. La guerra en Ucrania, el colapso del control de las armas nucleares, las crisis energéticas e industriales de Europa, la nueva carrera armamentística europea, la fragmentación política de la UE y la pérdida de autonomía estratégica de Europa no son aberraciones.
Son el coste acumulado de dos siglos de negativa de Europa a tomarse en serio las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad.
Mi conclusión es que la paz con Rusia no requiere una confianza ingenua. Requiere reconocer que no se puede construir una seguridad europea duradera negando la legitimidad de los intereses de seguridad rusos.
Hasta que Europa abandone este reflejo, seguirá atrapada en un ciclo de rechazo de la paz cuando está disponible, y pagando precios cada vez más altos por ello.
Los orígenes de la rusofobia estructural

El reiterado fracaso europeo a la hora de construir la paz con Rusia no es principalmente consecuencia de [Vladimir] Putin, el comunismo o incluso la ideología del siglo XX. Es mucho más antiguo, y es estructural. En repetidas ocasiones, Europa ha tratado las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad no como intereses legítimos sujetos a negociación, sino como transgresiones morales.
En este sentido, la historia comienza con la transformación de Rusia en el siglo XIX, que pasó de ser un garante del equilibrio europeo a convertirse en la amenaza designada del continente.
Tras la derrota de Napoleón en 1815, Rusia no era periférica en Europa, sino central. Rusia asumió una parte decisiva de la carga para derrotar a Napoleón, y el zar fue uno de los principales artífices del acuerdo posnapoleónico.
El Concierto Europeo se construyó sobre una proposición implícita: la paz requiere que las grandes potencias se acepten mutuamente como partes interesadas legítimas y gestionen las crisis mediante la consulta, en lugar de mediante una demonología moralista.
Sin embargo, en el plazo de una generación, una contrapropuesta ganó fuerza en la cultura política británica y francesa: que Rusia no era una gran potencia normal, sino un peligro para la civilización, cuyas demandas, incluso cuando eran locales y defensivas, debían tratarse como intrínsecamente expansionistas y, por lo tanto, inaceptables.
Ese cambio se refleja con extraordinaria claridad en un documento destacado por Orlando Figes en The Crimean War: A History (2010) como escrito en el punto de inflexión entre la diplomacia y la guerra: el memorándum de Mijaíl Pogodin al zar Nicolás I en 1853.
Pogodin enumera episodios de coacción occidental y violencia imperial —conquistas lejanas y guerras elegidas— y los contrasta con la indignación de Europa ante las acciones rusas en regiones adyacentes:
Francia le quita Argelia a Turquía, e Inglaterra anexiona casi cada año otro principado indio: nada de esto altera el equilibrio de poder; pero cuando Rusia ocupa Moldavia y Valaquia, aunque solo sea temporalmente, eso altera el equilibrio de poder.
Francia ocupa Roma y permanece allí varios años en tiempos de paz: eso no es nada; pero Rusia solo piensa en ocupar Constantinopla y la paz de Europa se ve amenazada. Los ingleses declaran la guerra a los chinos, que, al parecer, los han ofendido: nadie tiene derecho a intervenir; pero Rusia está obligada a pedir permiso a Europa si se pelea con su vecino.
Inglaterra amenaza a Grecia para apoyar las falsas pretensiones de un miserable judío y quema su flota: eso es una acción legítima; pero Rusia exige un tratado para proteger a millones de cristianos, y eso se considera que refuerza su posición en Oriente a expensas del equilibrio de poder».
Pogodin concluye: “No podemos esperar nada de Occidente más que odio ciego y malicia», a lo que Nicolás escribió en el margen su famosa frase: «Esa es la cuestión».
El intercambio entre Pogodin y Nicolás es importante porque enmarca la patología recurrente que se repite en todos los episodios importantes que siguen. Europa insistiría repetidamente en la legitimidad universal de sus propias reivindicaciones de seguridad, mientras que trataría las reivindicaciones de seguridad de Rusia como falsas o sospechosas.
Esta postura crea un tipo particular de inestabilidad: hace que el compromiso sea políticamente ilegítimo en las capitales occidentales, lo que provoca el colapso de la diplomacia, no porque sea imposible llegar a un acuerdo, sino porque reconocer los intereses de Rusia se considera un error moral.
«… una contrapropuesta ganó fuerza en la cultura política británica y francesa: que Rusia no era una gran potencia normal, sino un peligro para la civilización, cuyas demandas, incluso cuando eran locales y defensivas, debían tratarse como intrínsecamente expansionistas y, por lo tanto, inaceptables».
La guerra de Crimea es la primera manifestación decisiva de esta dinámica. Si bien la crisis inmediata se debió al declive del Imperio Otomano y a las disputas sobre los lugares religiosos, la cuestión más profunda era si se permitiría a Rusia asegurar una posición reconocida en la esfera del Mar Negro y los Balcanes sin ser tratada como un depredador.
Las reconstrucciones diplomáticas modernas enfatizan que la crisis de Crimea se diferenciaba de las anteriores «crisis orientales» porque los hábitos cooperativos del Concierto ya se estaban erosionando y la opinión británica se había inclinado hacia una postura antirrusa extrema que reducía el margen para llegar a un acuerdo.
Lo que hace que este episodio sea tan revelador es que se podía haber llegado a un acuerdo negociado. La Nota de Viena tenía por objeto conciliar las preocupaciones rusas con la soberanía otomana y preservar la paz. Sin embargo, fracasó debido a la desconfianza y a los incentivos políticos para la escalada.
A continuación, se produjo la guerra de Crimea. No era «necesaria» en ningún sentido estratégico estricto, sino que se hizo probable porque el compromiso británico y francés con Rusia se había vuelto políticamente tóxico.
Las consecuencias fueron contraproducentes para Europa: víctimas masivas, ausencia de una arquitectura de seguridad duradera y el afianzamiento de un reflejo ideológico que trataba a Rusia como una excepción a la negociación normal entre grandes potencias.
En otras palabras, Europa no logró la seguridad rechazando las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad. Más bien, creó un ciclo más largo de hostilidad que dificultó la gestión de crisis posteriores.
La campaña militar de Occidente contra el bolchevismo

Este ciclo se prolongó hasta la ruptura revolucionaria de 1917. Cuando cambió el tipo de régimen de Rusia, Occidente no pasó de la rivalidad a la neutralidad, sino que se decantó por la intervención activa, considerando intolerable la existencia de un Estado ruso soberano fuera de la tutela occidental.
La Revolución Bolchevique y la posterior Guerra Civil dieron lugar a un complejo conflicto en el que participaron rojos, blancos, movimientos nacionalistas y ejércitos extranjeros. Es fundamental señalar que las potencias occidentales no se limitaron a «observar» el resultado.
Intervinieron militarmente en Rusia en vastos territorios —el norte de Rusia, las proximidades del Báltico, el Mar Negro, Siberia y el Lejano Oriente— con justificaciones que pasaron rápidamente de la logística de guerra al cambio de régimen.
Se puede reconocer la justificación «oficial» habitual para la intervención inicial: el temor a que los suministros de guerra cayeran en manos alemanas tras la salida de Rusia de la Primera Guerra Mundial y el deseo de reabrir un frente oriental.
Sin embargo, una vez que Alemania se rindió en noviembre de 1918, la intervención no cesó, sino que mutó. Esta transformación explica por qué el episodio es tan importante: revela una voluntad e , incluso en medio de la devastación de la Primera Guerra Mundial, de utilizar la fuerza para configurar el futuro político interno de Rusia.
La obra de David Foglesong America’s Secret War against Bolshevism (1995), publicada por UNC Press y que sigue siendo la referencia académica estándar para la política estadounidense, capta esto con precisión. Foglesong enmarca la intervención estadounidense no como un espectáculo secundario confuso, sino como un esfuerzo sostenido destinado a impedir que el bolchevismo consolidara su poder.
Recientes relatos históricos de gran calidad han vuelto a sacar a la luz este episodio; en particular, A Nasty Little War (2024), de Anna Reid, describe la intervención occidental como un esfuerzo mal ejecutado, pero deliberado, para derrocar la Revolución Bolchevique de 1917.
El alcance geográfico en sí mismo es instructivo, ya que socava las afirmaciones posteriores de Occidente de que los temores de Rusia eran mera paranoia. Las fuerzas aliadas desembarcaron en Arkhangelsk y Murmansk para operar en el norte de Rusia; en Siberia, entraron por Vladivostok y a lo largo de los corredores ferroviarios; las fuerzas japonesas se desplegaron a gran escala en el Lejano Oriente; y en el sur, se realizaron desembarcos y operaciones alrededor de Odessa y Sebastopol.
Incluso una visión general básica de las fechas y los teatros de la intervención —desde noviembre de 1917 hasta principios de la década de 1920— demuestra la persistencia de la presencia extranjera y la inmensidad de su alcance.
Tampoco se trataba simplemente de «asesoramiento» o de una presencia simbólica. Las fuerzas occidentales suministraron, armaron y, en algunos casos, supervisaron eficazmente las formaciones blancas. Las potencias intervencionistas se vieron envueltas en la fealdad moral y política de la política blanca, incluidos los programas reaccionarios y las atrocidades violentas.
Esta realidad hace que el episodio resulte especialmente corrosivo para las narrativas morales occidentales: Occidente no se limitó a oponerse al bolchevismo, sino que a menudo lo hizo alineándose con fuerzas cuya brutalidad y objetivos bélicos no encajaban con las posteriores reivindicaciones occidentales de legitimidad liberal.
Desde la perspectiva de Moscú, esta intervención confirmó la advertencia emitida por Pogodin décadas antes: Europa y Estados Unidos estaban dispuestos a utilizar la fuerza para determinar si se permitiría a Rusia existir como potencia autónoma.
Este episodio se convirtió en fundamental para la memoria soviética, reforzando la convicción de que las potencias occidentales habían intentado estrangular la revolución en su cuna. Demostró que la retórica moral occidental sobre la paz y el orden podía coexistir perfectamente con campañas coercitivas cuando estaba en juego la soberanía rusa.
La intervención también tuvo una consecuencia decisiva de segundo orden. Al intervenir en la guerra civil rusa, Occidente reforzó inadvertidamente la legitimidad de los bolcheviques en el ámbito nacional.
La presencia de ejércitos extranjeros y fuerzas blancas respaldadas por potencias extranjeras permitió a los bolcheviques afirmar que defendían la independencia de Rusia frente al cerco imperial.
Los relatos históricos señalan sistemáticamente la eficacia con la que los bolcheviques explotaron la presencia aliada para fines propagandísticos y de legitimidad. En otras palabras, el intento de «romper» el bolchevismo contribuyó a consolidar el mismo régimen que pretendía destruir.
Esta dinámica revela el ciclo preciso de la historia: la rusofobia resulta estratégicamente contraproducente para Europa. Empuja a las potencias occidentales hacia políticas coercitivas que no resuelven el problema, sino que lo exacerban. Genera resentimientos y temores de seguridad por parte de Rusia que los líderes occidentales posteriores descartarán como paranoia irracional.
Además, reduce el espacio diplomático futuro al enseñar a Rusia, independientemente de su régimen, que las promesas occidentales de acuerdo pueden ser insinceras.
A principios de la década de 1920, cuando las fuerzas extranjeras se retiraron y el Estado soviético se consolidó, Europa ya había tomado dos decisiones fatídicas que resonarían durante el siglo siguiente.
En primer lugar, había contribuido a fomentar una cultura política que transformaba disputas manejables —como la crisis de Crimea— en guerras importantes al negarse a tratar los intereses rusos como legítimos.
En segundo lugar, demostró mediante la intervención militar su disposición a utilizar la fuerza no solo para contrarrestar la expansión rusa, sino también para configurar la soberanía rusa y los resultados del régimen.
Estas decisiones no estabilizaron Europa, sino que sembraron las semillas de catástrofes posteriores: el colapso de la seguridad colectiva entre guerras, la militarización permanente de la Guerra Fría y el retorno del orden posterior a la Guerra Fría a la escalada fronteriza.
La seguridad colectiva y la decisión contra Rusia

A mediados de la década de 1920, Europa se enfrentaba a una Rusia que había sobrevivido a todos los intentos de destruirla: la revolución, la guerra civil, la hambruna y la intervención militar extranjera directa.
El Estado soviético que surgió era pobre, estaba traumatizado y era profundamente receloso, pero también era inequívocamente soberano. Precisamente en ese momento, Europa se enfrentó a una elección que se repetiría una y otra vez: tratar a esta Rusia como un actor legítimo en materia de seguridad cuyos intereses debían incorporarse al orden europeo, o como un outsider permanente cuyas preocupaciones podían ignorarse, aplazarse o pasarse por alto. Europa eligió lo segundo, y los costes resultaron enormes.
El legado de las intervenciones aliadas durante la Guerra Civil Rusa proyectó una larga sombra sobre toda la diplomacia posterior. Desde la perspectiva de Moscú, Europa no solo había discrepado de la ideología bolchevique, sino que había intentado decidir por la fuerza el futuro político interno de Rusia.
Esta experiencia tuvo una gran importancia. Moldeó las suposiciones soviéticas sobre las intenciones occidentales y creó un profundo escepticismo hacia las garantías occidentales. En lugar de reconocer esta historia y buscar la reconciliación, la diplomacia europea a menudo se comportó como si la desconfianza soviética fuera irracional, un patrón que persistiría durante la Guerra Fría y más allá.
A lo largo de la década de 1920, Europa osciló entre el compromiso táctico y la exclusión estratégica. Tratados como el de Rapallo (1922) demostraron que Alemania, considerada una paria tras el Tratado de Versalles, podía comprometerse de forma pragmática con la Rusia soviética. Sin embargo, para Gran Bretaña y Francia, el compromiso con Moscú seguía siendo provisional e instrumental.
La URSS era tolerada cuando servía a los intereses británicos y franceses y marginada cuando no lo hacía. No se hizo ningún esfuerzo serio por integrar a Rusia en una arquitectura de seguridad europea duradera en pie de igualdad.
Esta ambivalencia se endureció hasta convertirse en algo mucho más peligroso y autodestructivo en la década de 1930. Aunque el ascenso de Hitler suponía una amenaza existencial para Europa, las principales potencias del continente consideraban repetidamente que el bolchevismo era un peligro mayor. No se trataba de mera retórica, sino que determinó decisiones políticas concretas: alianzas descartadas, garantías retrasadas y disuasión socavada.
Es esencial subrayar que no se trató únicamente de un fracaso angloamericano, ni de una historia en la que Europa se viera arrastrada pasivamente por las corrientes ideológicas. Los gobiernos europeos ejercieron su influencia, y lo hicieron de forma decisiva y desastrosa.
Francia, Gran Bretaña y Polonia tomaron repetidamente decisiones estratégicas que excluían a la Unión Soviética de los acuerdos de seguridad europeos, incluso cuando la participación soviética habría reforzado la disuasión contra la Alemania de Hitler. Los líderes franceses prefirieron un sistema de garantías bilaterales en Europa del Este que preservaba la influencia francesa, pero evitaba la integración de seguridad con Moscú.
Polonia, con el respaldo tácito de Londres y París, denegó los derechos de tránsito a las fuerzas soviéticas, incluso para defender Checoslovaquia, dando prioridad a su temor a la presencia soviética sobre el peligro inminente de la agresión alemana. No se trataba de decisiones menores.
Reflejaban la preferencia europea por gestionar el revisionismo hitleriano en lugar de incorporar el poder soviético, y por arriesgarse a la expansión nazi en lugar de legitimar a Rusia como socio de seguridad. En este sentido, Europa no solo no logró construir una seguridad colectiva con Rusia, sino que eligió activamente una lógica de seguridad alternativa que excluía a Rusia y que, en última instancia, se derrumbó bajo sus propias contradicciones.
«En lugar de reconocer esta historia y buscar la reconciliación, la diplomacia europea a menudo se comportó como si la desconfianza soviética fuera irracional, un patrón que persistiría durante la Guerra Fría y más allá».
En este sentido, el trabajo de archivo de Michael Jabara Carley es decisivo. Su investigación demuestra que la Unión Soviética, en particular bajo el comisario de Asuntos Exteriores Maxim Litvinov, realizó esfuerzos sostenidos, explícitos y bien documentados para construir un sistema de seguridad colectiva contra la Alemania nazi.
No se trataba de gestos vagos. Incluían propuestas de tratados de asistencia mutua, coordinación militar y garantías explícitas para Estados como Checoslovaquia. Carley muestra que la entrada de la Unión Soviética en la Sociedad de Naciones en 1934 vino acompañada de auténticos intentos rusos de poner en práctica la disuasión colectiva, y no solo de buscar legitimidad.
Sin embargo, estos esfuerzos chocaron con una jerarquía ideológica occidental en la que el anticomunismo prevalecía sobre el antifascismo. En Londres y París, las élites políticas temían que una alianza con Moscú legitimara el bolchevismo a nivel nacional e internacional.
Como documenta Carley, los responsables políticos británicos y franceses se preocupaban más por las consecuencias políticas de la cooperación con la URSS que por las amenazas de Hitler. La Unión Soviética no era tratada como un socio necesario contra una amenaza común, sino como un lastre cuya inclusión «contaminaría» la política europea.
Esta jerarquía tuvo profundas consecuencias estratégicas. La política de apaciguamiento hacia Alemania no fue solo una interpretación errónea de Hitler, sino el producto de una visión del mundo que consideraba el revisionismo nazi como algo potencialmente manejable, mientras que trataba el poder soviético como intrínsecamente subversivo.
La negativa de Polonia a permitir el tránsito de tropas soviéticas para defender Checoslovaquia —mantenida con el apoyo tácito de Occidente— es emblemática. Los Estados europeos prefirieron el riesgo de la agresión alemana a la certeza de la intervención soviética, incluso cuando esta era explícitamente defensiva.
La culminación de este fracaso se produjo en 1939. Las negociaciones anglo-francesas con la Unión Soviética en Moscú no fueron saboteadas por la duplicidad soviética, contrariamente a la mitología posterior. Fracasaron porque Gran Bretaña y Francia no estaban dispuestas a asumir compromisos vinculantes ni a reconocer a la URSS como socio militar en igualdad de condiciones.
«… estos esfuerzos chocaron con una jerarquía ideológica occidental en la que el anticomunismo prevalecía sobre el antifascismo».
La reconstrucción de Carley muestra que las delegaciones occidentales llegaron a Moscú sin autoridad para negociar, sin urgencia y sin respaldo político para concluir una alianza real. Cuando los soviéticos plantearon repetidamente la pregunta esencial de cualquier alianza —¿Están preparados para actuar?—, la respuesta, en la práctica, fue no.
El Pacto Molotov-Ribbentrop que siguió se ha utilizado desde entonces como justificación retroactiva de la desconfianza occidental. El trabajo de Carley invierte esa lógica. El pacto no fue la causa del fracaso de Europa, sino la consecuencia.
Surgió tras años de negativa de Occidente a construir una seguridad colectiva con Rusia. Fue una decisión brutal, cínica y trágica, pero tomada en un contexto en el que Gran Bretaña, Francia y Polonia ya habían rechazado la paz con Rusia en la única forma que podría haber detenido a Hitler.
El resultado fue catastrófico. Europa pagó el precio no solo con sangre y destrucción, sino también con la pérdida de su capacidad de acción.
La guerra que Europa no supo evitar destruyó su poder, agotó sus sociedades y redujo el continente al principal campo de batalla de la rivalidad entre superpotencias.
Una vez más, rechazar la paz con Rusia no trajo seguridad, sino una guerra mucho peor en condiciones mucho peores.
Cabría esperar que la magnitud de esta catástrofe hubiera obligado a replantearse el enfoque europeo hacia Rusia después de 1945. Pero no fue así.
De Potsdam a la OTAN: la arquitectura de la exclusión

Los años inmediatamente posteriores a la guerra se caracterizaron por una rápida transición de la alianza a la confrontación. Incluso antes de que Alemania se rindiera, Churchill dio la sorprendente orden a los estrategas militares británicos de que consideraran un conflicto inmediato con la Unión Soviética.
La «Operación Impensable», redactada en 1945, preveía utilizar el poder angloamericano —e incluso unidades alemanas rearmadas— para imponer la voluntad occidental a Rusia en 1945 o poco después.
Aunque el plan se consideró militarmente poco realista y finalmente se archivó, su mera existencia revela lo profundamente arraigada que estaba la idea de que el poder ruso era ilegítimo y debía ser restringido por la fuerza si fuera necesario.
La diplomacia occidental con la Unión Soviética fracasó de manera similar. Europa debería haber reconocido que la Unión Soviética había soportado la mayor parte del peso de la derrota de Hitler —con 27 millones de víctimas— y que las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad con respecto al rearme alemán eran totalmente reales.
Europa debería haber interiorizado la lección de que una paz duradera requería la acomodación explícita de las principales preocupaciones de Rusia en materia de seguridad, sobre todo la prevención de una Alemania remilitarizada que pudiera volver a amenazar las llanuras orientales de Europa.
En términos diplomáticos formales, esa lección fue aceptada inicialmente. En Yalta y, de manera más decisiva, en Potsdam en el verano de 1945, los aliados victoriosos llegaron a un claro consenso sobre los principios básicos que regirían la Alemania de la posguerra: desmilitarización, desnazificación, democratización, descartelización y reparaciones.
Alemania debía ser tratada como una unidad económica única; sus fuerzas armadas debían ser desmanteladas; y su futura orientación política debía determinarse sin compromisos de rearme o alianzas.
Para la Unión Soviética, estos principios no eran abstractos, sino existenciales. En dos ocasiones en treinta años, Alemania había invadido Rusia, causando una devastación sin parangón en la historia europea.
Las pérdidas soviéticas en la Segunda Guerra Mundial dieron a Moscú una perspectiva de seguridad que no se puede entender sin reconocer ese trauma. La neutralidad y la desmilitarización permanente de Alemania no eran moneda de cambio, sino las condiciones mínimas para un orden posbélico estable desde el punto de vista soviético.
En la Conferencia de Potsdam, celebrada en julio de 1945, se reconocieron formalmente estas preocupaciones. Los Aliados acordaron que no se permitiría a Alemania reconstituir su poderío militar. El lenguaje de la conferencia fue explícito: se debía impedir que Alemania «volviera a amenazar jamás a sus vecinos o a la paz mundial».
La Unión Soviética aceptó la división temporal de Alemania en zonas de ocupación precisamente porque esta división se planteó como una necesidad administrativa, no como un acuerdo geopolítico permanente.
Sin embargo, casi de inmediato, las potencias occidentales comenzaron a reinterpretar —y luego a desmantelar silenciosamente— estos compromisos. El cambio se produjo porque las prioridades estratégicas de Estados Unidos y Gran Bretaña cambiaron. Como demuestra Melvyn Leffler en A Preponderance of Power (1992), los planificadores estadounidenses rápidamente llegaron a considerar que la recuperación económica alemana y la alineación política con Occidente eran más importantes que mantener una Alemania desmilitarizada aceptable para Moscú.
La Unión Soviética, que antes era un aliado indispensable, pasó a ser considerada un adversario potencial cuya influencia en Europa debía contenerse.
Esta reorientación precedió a cualquier crisis militar formal de la Guerra Fría. Mucho antes del bloqueo de Berlín, la política occidental comenzó a consolidar las zonas occidentales económica y políticamente. La creación de la Bizona en 1947, seguida de la Trizona, contradijo directamente el principio de Potsdam de que Alemania sería tratada como una sola unidad económica.
La introducción de una moneda separada en las zonas occidentales en 1948 no fue un ajuste técnico, sino un acto político decisivo que hizo que la división de Alemania fuera funcionalmente irreversible. Desde la perspectiva de Moscú, estas medidas fueron revisiones unilaterales del acuerdo de posguerra.
La respuesta soviética —el bloqueo de Berlín— se ha descrito a menudo como el primer acto de agresión de la Guerra Fría. Sin embargo, en su contexto, parece menos un intento de apoderarse de Berlín Occidental que un esfuerzo coercitivo para forzar el retorno al gobierno de las cuatro potencias y evitar la consolidación de un Estado occidental alemán independiente.
Independientemente de si se juzga acertado el bloqueo, su lógica se basaba en el temor de que Occidente estuviera desmantelando el marco de Potsdam sin negociación alguna. Si bien el puente aéreo resolvió la crisis inmediata, no abordó la cuestión subyacente: el abandono de una Alemania unificada y desmilitarizada.
La ruptura decisiva se produjo con el estallido de la Guerra de Corea en 1950. En Washington, el conflicto no se interpretó como una guerra regional con causas específicas, sino como una prueba de una ofensiva comunista global monolítica. Esta interpretación reduccionista tuvo profundas consecuencias para Europa.
Proporcionó una sólida justificación política para el rearme de Alemania Occidental, algo que se había descartado explícitamente solo unos años antes. La lógica se formuló ahora en términos tajantes: sin la participación militar alemana, Europa Occidental no podía defenderse.
Este momento fue un punto de inflexión. La remilitarización de Alemania Occidental no fue impuesta por la acción soviética en Europa, sino que fue una elección estratégica de Estados Unidos y sus aliados en respuesta al marco globalizado de la Guerra Fría que había construido Estados Unidos.
Reino Unido y Francia, a pesar de sus profundas inquietudes históricas sobre el poder alemán, accedieron bajo la presión estadounidense. Cuando fracasó la propuesta de la Comunidad Europea de Defensa —un medio para controlar el rearme alemán—, la solución adoptada fue aún más trascendental: la adhesión de Alemania Occidental a la OTAN en 1955.
Desde la perspectiva soviética, esto representaba el colapso definitivo del acuerdo de Potsdam. Alemania ya no era neutral. Ya no estaba desmilitarizada. Ahora formaba parte de una alianza militar orientada explícitamente contra la URSS.
Este era precisamente el resultado que los líderes soviéticos habían tratado de evitar desde 1945 y que el Acuerdo de Potsdam había sido diseñado para impedir.
Es esencial subrayar la secuencia, ya que a menudo se malinterpreta o se invierte. La división y la remilitarización de Alemania no fueron el resultado de las acciones rusas.
Cuando Stalin hizo su oferta de reunificación alemana basada en la neutralidad en 1952, las potencias occidentales ya habían encaminado a Alemania hacia la integración en la alianza y el rearme.
La Nota de Stalin no fue un intento de descarrilar una Alemania neutral, sino un intento serio, documentado y finalmente rechazado de revertir un proceso que ya estaba en marcha.
Desde esta perspectiva, el acuerdo inicial de la Guerra Fría no parece una respuesta inevitable a la intransigencia soviética, sino otro ejemplo en el que Europa y Estados Unidos optaron por subordinar las preocupaciones de seguridad rusas a la arquitectura de la alianza de la OTAN.
La neutralidad de Alemania no fue rechazada porque fuera inviable, sino porque entraba en conflicto con una visión estratégica occidental que daba prioridad a la cohesión del bloque y al liderazgo estadounidense sobre un orden de seguridad europeo inclusivo.
Los costes de esta elección fueron inmensos y duraderos. La división de Alemania se convirtió en la línea divisoria central de la Guerra Fría. Europa se militarizó de forma permanente y se desplegaron armas nucleares por todo el continente.
La seguridad europea se externalizó a Washington, con toda la dependencia y la pérdida de autonomía estratégica que ello conllevaba. Además, se reforzó una vez más la convicción soviética de que Occidente reinterpretaría los acuerdos cuando le conviniera.
Este contexto es indispensable para comprender la Nota de Stalin de 1952. No fue un «rayo caído del cielo», ni una maniobra cínica ajena a la historia previa. Fue una respuesta urgente a un acuerdo de posguerra que ya se había roto, otro intento, como tantos otros antes y después, de garantizar la paz a través de la neutralidad, solo para ver cómo Occidente rechazaba esa oferta.
1952: El rechazo de la reunificación alemana

Vale la pena examinar la nota de Stalin con mayor detalle.
El llamamiento de Stalin a una Alemania reunificada y neutral no era ambiguo, provisional ni insincero. Como ha demostrado de manera concluyente Rolf Steininger en The German Question: The Stalin Note of 1952 and the Problem of Reunification (1990), Stalin propuso la reunificación alemana bajo condiciones de neutralidad permanente, elecciones libres, retirada de las fuerzas de ocupación y un tratado de paz garantizado por las grandes potencias.
No se trataba de un gesto propagandístico, sino de una oferta estratégica basada en el temor genuino de la Unión Soviética al rearme alemán y a la expansión de la OTAN.
La investigación de Steininger en los archivos es devastadora para la narrativa occidental habitual. Especialmente decisivo es el memorándum secreto de 1955 de Sir Ivone Kirkpatrick, en el que informa de la admisión del embajador alemán de que el canciller Adenauer sabía que la Nota de Stalin era auténtica. Adenauer la rechazó de todos modos.
No temía la mala fe soviética, sino la democracia alemana. Le preocupaba que un futuro Gobierno alemán pudiera optar por la neutralidad y la reconciliación con Moscú, lo que socavaría la integración de Alemania Occidental en el bloque occidental.
En esencia, Occidente rechazó la paz y la reunificación no porque fueran imposibles, sino porque resultaban políticamente inconvenientes para el sistema de alianzas occidentales. Dado que la neutralidad amenazaba la arquitectura emergente de la OTAN, tuvo que ser descartada como una «trampa».
Las élites europeas no solo fueron coaccionadas para alinearse con el Atlántico, sino que lo aceptaron activamente. El rechazo del canciller Adenauer a la neutralidad alemana no fue un acto aislado de deferencia hacia Washington, sino que reflejó un consenso más amplio entre las élites de Europa occidental, que preferían la tutela estadounidense a la autonomía estratégica y a una Europa unificada.
La neutralidad amenazaba no solo la arquitectura de la OTAN, sino también el orden político de la posguerra en el que estas élites obtenían seguridad, legitimidad y reconstrucción económica gracias al liderazgo estadounidense. Una Alemania neutral habría obligado a los Estados europeos a negociar directamente con Moscú en pie de igualdad, en lugar de operar dentro de un marco liderado por Estados Unidos que los aislaba de tal compromiso.
En este sentido, el rechazo de Europa a la neutralidad fue también un rechazo a la responsabilidad: el atlantismo ofrecía seguridad sin las cargas de la coexistencia diplomática con Rusia, incluso a costa de la división permanente de Europa y la militarización del continente.
En marzo de 1954, la Unión Soviética solicitó su adhesión a la OTAN, argumentando que de ese modo la OTAN se convertiría en una institución para la seguridad colectiva europea. Estados Unidos y sus aliados rechazaron inmediatamente la solicitud por considerar que diluiría la alianza e impediría la adhesión de Alemania a la OTAN.
Estados Unidos y sus aliados, incluida la propia Alemania Occidental, rechazaron una vez más la idea de una Alemania neutral y desmilitarizada y de un sistema de seguridad europeo basado en la seguridad colectiva en lugar de en bloques militares.
El Tratado Estatal de Austria de 1955 puso aún más de manifiesto el cinismo de esta lógica. Austria aceptó la neutralidad, las tropas soviéticas se retiraron y el país se volvió estable y próspero. El «efecto dominó» geopolítico que se había pronosticado no se produjo. El modelo austriaco demuestra que lo que se logró allí podría haberse logrado en Alemania, lo que podría haber puesto fin a la Guerra Fría décadas antes.
La diferencia entre Austria y Alemania no radicaba en la viabilidad, sino en la preferencia estratégica. Europa aceptó la neutralidad en Austria, donde no amenazaba el orden hegemónico liderado por Estados Unidos, pero la rechazó en Alemania, donde sí lo hacía.
Las consecuencias de estas decisiones fueron inmensas y duraderas. Alemania permaneció dividida durante casi cuatro décadas. El continente se militarizó a lo largo de una línea divisoria que lo atravesaba por el centro, y se desplegaron armas nucleares en todo el territorio europeo.
La seguridad europea pasó a depender del poder estadounidense y de las prioridades estratégicas de Estados Unidos, lo que convirtió al continente, una vez más, en el principal escenario de la confrontación entre las grandes potencias.
En 1955, el patrón estaba firmemente establecido. Europa solo aceptaría la paz con Rusia cuando se alineara perfectamente con la arquitectura estratégica occidental liderada por Estados Unidos.
Cuando la paz requería una verdadera adaptación a los intereses de seguridad rusos —neutralidad alemana, no alineación, desmilitarización o garantías compartidas—, se rechazaba sistemáticamente. Las consecuencias de esta negativa se desarrollarían en las décadas siguientes.
Treinta años de rechazo a las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad

Si hubo un momento en el que Europa pudo haber roto de forma decisiva con su larga tradición de rechazar la paz con Rusia, fue al final de la Guerra Fría. A diferencia de 1815, 1919 o 1945, este no fue un momento impuesto únicamente por la derrota militar, sino que fue un momento moldeado por una elección.
La Unión Soviética no se derrumbó bajo una lluvia de fuego de artillería, sino que se retiró y se desarmó unilateralmente. Bajo el mandato de Mijaíl Gorbachov, la Unión Soviética renunció a la fuerza como principio organizativo del orden europeo.
Tanto la Unión Soviética como, posteriormente, la Rusia de Boris Yeltsin aceptaron la pérdida del control militar sobre Europa Central y Oriental y propusieron un nuevo marco de seguridad basado en la inclusión en lugar de en bloques rivales.
Lo que siguió no fue un fracaso de la imaginación rusa, sino un fracaso de Europa y del sistema atlántico liderado por Estados Unidos a la hora de tomarse en serio esa oferta.
El concepto de Mijaíl Gorbachov de una “casa común europe” no era una mera floritura retórica. Era una doctrina estratégica basada en el reconocimiento de que las armas nucleares habían convertido la política tradicional del equilibrio de poder en un suicidio.
Gorbachov imaginaba una Europa en la que la seguridad fuera indivisible, en la que ningún Estado reforzara su seguridad a expensas de otro y en la que las estructuras de alianza de la Guerra Fría dieran paso gradualmente a un marco paneuropeo.
Su discurso de 1989 ante el Consejo de Europa en Estrasburgo dejó clara esta visión, haciendo hincapié en la cooperación, las garantías mutuas de seguridad y el abandono de la fuerza como instrumento político.
La Carta de París para una Nueva Europa, firmada en noviembre de 1990, codificó estos principios, comprometiendo a Europa con la democracia, los derechos humanos y una nueva era de seguridad cooperativa.
En esta coyuntura, Europa se enfrentaba a una elección fundamental. Podía haber tomado en serio estos compromisos y haber construido una arquitectura de seguridad centrada en la [Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa] OSCE, en la que Rusia fuera un participante en igualdad de condiciones, un garante de la paz en lugar de un objeto de contención.
Alternativamente, podía preservar la jerarquía institucional de la Guerra Fría mientras abrazaba retóricamente los ideales de la posguerra fría. Europa eligió lo segundo.
La OTAN no se disolvió, ni se transformó en un foro político, ni se subordinó a una institución de seguridad paneuropea. Al contrario, se expandió. La justificación ofrecida públicamente era defensiva: la ampliación de la OTAN estabilizaría Europa del Este, consolidaría la democracia y evitaría un vacío de seguridad.
Sin embargo, esta explicación ignoraba un hecho crucial que Rusia había articulado repetidamente y que los responsables políticos occidentales reconocían en privado: la expansión de la OTAN afectaba directamente a las principales preocupaciones de Rusia en materia de seguridad, no de forma abstracta, sino geográfica, histórica y psicológicamente.
La controversia sobre las garantías dadas por Estados Unidos y Alemania durante las negociaciones para la reunificación alemana ilustra la cuestión más profunda. Los líderes occidentales insistieron posteriormente en que no se habían hecho promesas legalmente vinculantes con respecto a la ampliación de la OTAN, ya que no se había codificado ningún acuerdo por escrito.
Sin embargo, la diplomacia no solo funciona a través de tratados firmados, sino también a través de expectativas, entendimientos y buena fe. Los documentos desclasificados y los relatos contemporáneos confirman que se dijo repetidamente a los líderes soviéticos que la OTAN no se expandiría hacia el este más allá de Alemania. Estas garantías determinaron la aceptación soviética de la reunificación alemana, una concesión de enorme importancia estratégica.
Cuando la OTAN se expandió de todos modos, inicialmente a instancias de Estados Unidos, Rusia lo vivió no como un ajuste técnico legal, sino como una profunda traición al acuerdo que había facilitado la reunificación alemana.
Con el tiempo, los gobiernos europeos interiorizaron cada vez más la expansión de la OTAN como un proyecto europeo, y no solo estadounidense. La reunificación alemana dentro de la OTAN se convirtió en la norma y no en la excepción.
La ampliación de la UE y la ampliación de la OTAN avanzaron en paralelo, reforzándose mutuamente y desplazando otros acuerdos de seguridad alternativos, como la neutralidad o la no alineación. Incluso Alemania, con su tradición de Ostpolitik y sus profundos lazos económicos con Rusia, subordinó progresivamente sus políticas a favor de la conciliación a la lógica de la alianza.
Los líderes europeos plantearon la expansión como un imperativo moral más que como una elección estratégica, aislándola así del escrutinio y deslegitimando las objeciones rusas. Al hacerlo, Europa renunció a gran parte de su capacidad para actuar como actor independiente en materia de seguridad, vinculando su destino cada vez más estrechamente a una estrategia atlántica que privilegiaba la expansión sobre la estabilidad.
Aquí es donde el fracaso de Europa se hace más evidente. En lugar de reconocer que la expansión de la OTAN contradecía la lógica de la seguridad indivisible articulada en la Carta de París, los líderes europeos trataron las objeciones rusas como ilegítimas, como residuos de la nostalgia imperial en lugar de expresiones de una auténtica preocupación por la seguridad.
Se invitó a Rusia a consultar, pero no a decidir. El Acta Fundacional OTAN-Rusia de 1997 institucionalizó esta asimetría: diálogo sin veto ruso, asociación sin paridad rusa. La arquitectura de la seguridad europea se estaba construyendo alrededor de Rusia, y a pesar de Rusia, no con Rusia.
La advertencia de George Kennan en 1997 de que la expansión de la OTAN sería un “error fatídico” capturó el riesgo estratégico con notable claridad. Kennan no argumentó que Rusia fuera virtuosa; argumentó que humillar y marginar a una gran potencia en un momento de debilidad produciría resentimiento, revanchismo y militarización.
Su advertencia fue descartada como realismo anticuado, pero la historia posterior ha reivindicado su lógica casi punto por punto.
El fundamento ideológico de este rechazo se encuentra explícitamente en los escritos de Zbigniew Brzezinski. En El gran tablero de ajedrez (1997) y en su ensayo de Foreign Affairs «Una geoestrategia para Eurasia» (1997), Brzezinski articuló una visión de la primacía estadounidense basada en el control de Eurasia.
Sostuvo que Eurasia era el «supercontinente axial» y que el dominio global de Estados Unidos dependía de impedir el surgimiento de cualquier potencia capaz de dominarlo. En este marco, Ucrania no era simplemente un Estado soberano con su propia trayectoria, sino un pivote geopolítico. «Sin Ucrania», escribió Brzezinski en una famosa frase, «Rusia deja de ser un imperio».
No se trataba de una digresión académica, sino de una declaración programática de la gran estrategia imperial estadounidense. En esta visión del mundo, las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad no son intereses legítimos que deban tenerse en cuenta en nombre de la paz, sino obstáculos que deben superarse en nombre de la primacía estadounidense.
Europa, profundamente arraigada en el sistema atlántico y dependiente de las garantías de seguridad de Estados Unidos, interiorizó esta lógica, a menudo sin reconocer todas sus implicaciones. El resultado fue una política de seguridad europea que privilegiaba sistemáticamente la expansión de la alianza por encima de la estabilidad, y las señales morales por encima de un acuerdo duradero.
Las consecuencias se hicieron evidentes en 2008. En la cumbre de la OTAN celebrada en Bucarest, la alianza declaró que Ucrania y Georgia «se convertirán en miembros de la OTAN». Esta declaración no iba acompañada de un calendario claro, pero su significado político era inequívoco.
Cruzó lo que los funcionarios rusos de todo el espectro político habían descrito durante mucho tiempo como una línea roja. Que esto se entendiera de antemano es indiscutible.
William Burns, entonces embajador de Estados Unidos en Moscú, informó en un cable titulado «NYET MEANS NYET» (No significa no) que la adhesión de Ucrania a la OTAN se percibía en Rusia como una amenaza existencial, que unía a liberales, nacionalistas y partidarios de la línea dura por igual. La advertencia era explícita. Fue ignorada.
Desde la perspectiva de Rusia, el patrón era ahora inconfundible. Europa y Estados Unidos invocaban el lenguaje de las normas y la soberanía cuando les convenía, pero descartaban como ilegítimas las principales preocupaciones de Rusia en materia de seguridad.
Extraer las mismas lecciones

La lección que extrajo Rusia fue la misma que había extraído tras la guerra de Crimea, tras las intervenciones aliadas, tras el fracaso de la seguridad colectiva y tras el rechazo de la Nota de Stalin: la paz solo se ofrecería en condiciones que preservaran el dominio estratégico occidental.
Por lo tanto, la crisis que estalló en Ucrania en 2014 no fue una aberración, sino una culminación. El levantamiento de Maidán, el colapso del Gobierno de [el presidente ucraniano Víktor] Yanukóvich, la anexión de Crimea por parte de Rusia y la guerra en Donbás se desarrollaron dentro de una arquitectura de seguridad que ya estaba al límite.
Estados Unidos alentó activamente el golpe que derrocó a Yanukóvich, incluso conspirando en segundo plano sobre la composición del nuevo Gobierno. Cuando la región de Donbás estalló en oposición al golpe de Maidán, Europa respondió con sanciones y condenas diplomáticas, enmarcando el conflicto como una simple obra moralizante.
Sin embargo, incluso en esta etapa, era posible llegar a un acuerdo negociado. Los acuerdos de Minsk, en particular el Minsk II de 2015, proporcionaron un marco para la desescalada del conflicto, la autonomí a del Donbás y la reintegración de Ucrania y Rusia en un orden económico europeo ampliado.
Minsk II representaba un reconocimiento —aunque renuente— de que la paz requería un compromiso y que la estabilidad de Ucrania dependía de abordar tanto las divisiones internas como las preocupaciones de seguridad externas. Lo que finalmente destruyó Minsk II fue la resistencia occidental.
Cuando los líderes occidentales sugirieron más tarde que Minsk II había servido principalmente para «ganar tiempo» para que Ucrania se fortaleciera militarmente, el daño estratégico fue grave. Desde la perspectiva de Moscú, esto confirmó la sospecha de que la diplomacia occidental era cínica e instrumental en lugar de sincera, que los acuerdos no estaban destinados a ser implementados, sino solo a gestionar la imagen.
En 2021, la arquitectura de seguridad europea se había vuelto insostenible. Rusia presentó proyectos de propuestas en las que pedía negociaciones sobre la expansión de la OTAN, el despliegue de misiles y las maniobras militares, precisamente las cuestiones sobre las que había advertido durante décadas.
Estas propuestas fueron rechazadas de plano por Estados Unidos y la OTAN. La expansión de la OTAN se declaró no negociable. Una vez más, Europa y Estados Unidos se negaron a considerar las principales preocupaciones de Rusia en materia de seguridad como temas legítimos de negociación. La guerra fue la consecuencia.
Cuando las fuerzas rusas entraron en Ucrania en febrero de 2022, Europa calificó la invasión de «injustificada». Si bien esta descripción absurda puede servir a una narrativa propagandística, oscurece por completo la historia. La acción rusa no surgió de la nada.
Surgió de un orden de seguridad que se había negado sistemáticamente a integrar las preocupaciones de Rusia y de un proceso diplomático que había descartado la negociación sobre las cuestiones que más importaban a Rusia.
Incluso entonces, la paz no era imposible. En marzo y abril de 2022, Rusia y Ucrania entablaron negociaciones en Estambul que dieron lugar a un borrador detallado del acuerdo marco. Ucrania propuso la neutralidad permanente con garantías de seguridad internacionales; Rusia aceptó el principio.
El marco abordaba las limitaciones de la fuerza, las garantías y un proceso más largo para las cuestiones territoriales. No se trataba de documentos fantasiosos. Eran borradores serios que reflejaban las realidades del campo de batalla y las limitaciones estructurales de la geografía.
Sin embargo, las conversaciones de Estambul fracasaron cuando Estados Unidos y el Reino Unido intervinieron y dijeron a Ucrania que no firmara. Como explicó más tarde Boris Johnson, lo que estaba en juego era nada menos que la hegemonía occidental.
El fracaso del Proceso de Estambul demuestra concretamente que la paz en Ucrania era posible poco después del inicio de la operación militar especial de Rusia. El acuerdo se redactó y casi se completó, pero fue abandonado a instancias de Estados Unidos y Reino Unido.
En 2025, la sombría ironía quedó clara. El mismo marco de Estambul resurgió como punto de referencia en los renovados esfuerzos diplomáticos. Tras un inmenso derramamiento de sangre, la diplomacia volvió a un compromiso plausible.
Este es un patrón habitual en las guerras marcadas por dilemas de seguridad: los acuerdos iniciales que se rechazan por considerarse prematuros reaparecen más tarde como trágicas necesidades. Sin embargo, incluso ahora, Europa se resiste a una paz negociada.
Para Europa, los costes de esta larga negativa a tomar en serio las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad son ahora inevitables y enormes. Europa ha sufrido graves pérdidas económicas debido a la interrupción del suministro energético y las presiones de desindustrialización.
Se ha comprometido a un rearme a largo plazo con profundas consecuencias fiscales, sociales y políticas. La cohesión política dentro de las sociedades europeas se ha visto gravemente afectada por la tensión de la inflación, las presiones migratorias, el cansancio de la guerra y los puntos de vista divergentes entre los gobiernos europeos.
La autonomía estratégica de Europa ha disminuido, ya que Europa vuelve a ser el principal escenario de la confrontación entre las grandes potencias, en lugar de un polo independiente.
Quizás lo más peligroso es que el riesgo nuclear ha vuelto a ocupar un lugar central en los cálculos de seguridad europeos. Por primera vez desde la Guerra Fría, los ciudadanos europeos vuelven a vivir bajo la sombra de una posible escalada entre potencias con armas nucleares.
Esto no es solo el resultado de un fracaso moral. Es el resultado de la negativa estructural de Occidente, que se remonta a la época de Pogodin, a reconocer que la paz en Europa no puede construirse negando las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad. La paz solo puede construirse negociándolas.
La tragedia de la negación por parte de Europa de las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad es que se convierte en un círculo vicioso. Cuando las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad se descartan por ilegítimas, los líderes rusos tienen menos incentivos para recurrir a la diplomacia y más incentivos para cambiar la situación sobre el terreno.
Los responsables políticos europeos interpretan entonces estas acciones como una confirmación de sus sospechas originales, en lugar de como el resultado totalmente predecible de un dilema de seguridad que ellos mismos crearon y luego negaron.
Con el tiempo, esta dinámica reduce el espacio diplomático hasta que la guerra parece para muchos no una opción, sino una inevitabilidad. Sin embargo, la inevitabilidad es artificial. No surge de una hostilidad inmutable, sino de la persistente negativa europea a reconocer que una paz duradera requiere aceptar como reales los temores de la otra parte, incluso cuando esos temores son inconvenientes.
La tragedia es que Europa ha pagado repetidamente un alto precio por esta negativa. Lo pagó en la guerra de Crimea y sus secuelas, en las catástrofes de la primera mitad del siglo XX y en décadas de división durante la Guerra Fría. Y ahora lo está pagando de nuevo. La rusofobia no ha hecho que Europa sea más segura. La ha empobrecido, la ha dividido más, la ha militarizado y la ha hecho más dependiente del poder externo.
La ironía añadida es que, si bien esta rusofobia estructural no ha debilitado a Rusia a largo plazo, sí ha debilitado repetidamente a Europa. Al negarse a tratar a Rusia como un actor normal en materia de seguridad, Europa ha contribuido a generar la inestabilidad que tanto teme, al tiempo que ha incurrido en costes cada vez mayores en sangre, tesoro, autonomía y cohesión.
Cada ciclo termina de la misma manera: un reconocimiento tardío de que la paz requiere negociación después de que ya se haya causado un daño inmenso. La lección que Europa aún tiene que asimilar es que el reconocimiento e e de las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad no es una concesión al poder, sino un requisito previo para evitar sus usos destructivos.
La lección, escrita con sangre a lo largo de dos siglos, no es que se deba confiar en Rusia o en cualquier otro país en todos los aspectos. Es que Rusia y sus intereses de seguridad deben tomarse en serio.
Europa ha rechazado repetidamente la paz con Rusia, no porque no fuera posible, sino porque reconocer las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad se consideraba erróneamente ilegítimo.
Hasta que Europa abandone ese reflejo, seguirá atrapada en un ciclo de confrontación contraproducente, rechazando la paz cuando es posible y soportando los costes mucho tiempo después.
Traducción nuestra
*Jeffrey D. Sachs es profesor universitario y director del Centro para el Desarrollo Sostenible de la Universidad de Columbia, donde dirigió el Instituto de la Tierra desde 2002 hasta 2016. También es presidente de la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas y comisionado de la Comisión de Banda Ancha para el Desarrollo de las Naciones Unidas.
Este artículo es de Horizons.
Fuente tomada: Consortium News
