Thomas Fazi.
Foto: Ursula von der Leyen. [Foto: Michael Kappeler/dpa/picture alliance vía Getty Images]
20 de diciembre 2025.
La Unión empieza a parecerse a un imperio en ruinas, que depende no solo de la represión, la censura y la manipulación electoral para mantener el control, sino también de tácticas cada vez más agresivas dirigidas incluso contra los propios gobiernos proeuropeos.
El primer ministro de Bélgica aprendió por las malas que no hace falta ser un populista demagógico para incurrir en la ira de la UE. Hasta hace poco, el conservador moderado Bart De Wever había permanecido en gran medida al margen del foco de atención europeo.
Esto le resultaba relativamente fácil, dado que su partido pertenece al grupo de centroderecha Conservadores y Reformistas Europeos del Parlamento Europeo, que se ha alineado firmemente con la Comisión de Ursula von der Leyen en lo relativo a Ucrania.
Sin embargo, en cuestión de meses se convirtió en el enemigo público número uno de la clase dirigente de Bruselas.
¿Su delito? Oponerse al plan de Bruselas de confiscar los activos rusos congelados en Europa.
La inmensa mayoría de ellos están depositados en Euroclear, una cámara de compensación con sede en Bruselas que se encuentra en el centro de la liquidación de valores a nivel mundial.
Para el lobby pro-guerra de Europa, liderado por Francia y Alemania, la confiscación se presentó como la única forma de seguir financiando el esfuerzo bélico de Ucrania o, en su defecto, de obligar a los Estados miembros a asumir colectivamente la carga mediante otros medios cada vez más extraordinarios.
Sin embargo, Bélgica tenía razones de peso para resistirse. Confiscar —o, en la práctica, expropiar— los activos del banco central ruso violarían uno de los principios más sacrosantos de las finanzas internacionales: la neutralidad y la inviolabilidad de las reservas soberanas.
Incumplir ese principio no solo sentaría un peligroso precedente, sino que también expondría a Bélgica a consecuencias legales, financieras y geopolíticas potencialmente graves, ya que Euroclear tiene su sede en ese país.
Como advirtió Robert Volterra, uno de los abogados internacionales más respetados de Londres, confiscar los activos rusos sería “absolutamente ilegal” y perseguiría a la UE durante generaciones.
Las consecuencias legales podrían ser enormes. Rusia tenía múltiples vías para impugnar la medida y había comenzado a explorarlas, presentando ya una demanda en Moscú contra Euroclear.
A partir de ahí, Rusia podría iniciar un litigio en los tribunales belgas, que podría llegar hasta el Tribunal Supremo. Los jueces belgas se verían obligados a determinar si se habían violado los derechos de propiedad rusos en virtud de la legislación nacional y si se había infringido el principio de inmunidad soberana.
En ambos casos, los argumentos de Rusia serían sólidos. Si Rusia ganara, la propia Euroclear sería responsable. Dadas las sumas en juego, la cámara de compensación se vería casi con toda seguridad abocada a la insolvencia, lo que activaría los mecanismos de garantía de depósitos a nivel nacional y de la UE.
En tal caso, Euroclear se vería obligada a su vez a demandar al Estado belga, que habría ordenado la expropiación efectiva de los activos de los clientes. Las perspectivas de una demanda de este tipo no serían nada desdeñables.
Más allá de Bélgica, Rusia también podría presentar demandas ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, la Corte Internacional de Justicia y múltiples foros de arbitraje internacional. Incluso dejando de lado los litigios —se podría argumentar que, en el contexto actual, sería difícil encontrar un juez occidental dispuesto a fallar a favor de Rusia—, es difícil ver cómo Bélgica podría justificar la negativa a descongelar las reservas de Rusia si finalmente se llegara a un acuerdo de paz.
Por lo tanto, no es de extrañar que Bélgica se haya convertido en uno de los oponentes más vehementes al plan. De Wever ha advertido sin rodeos que la confiscación equivaldría a “un acto de guerra”, comparándola con entrar en una embajada extranjera, despojarla de su contenido y venderlo.
Se podría concluir razonablemente que simplemente está defendiendo los intereses de su país al defender el derecho internacional. Y, sin embargo, por ello, se ha visto sometido a una campaña de desprestigio por parte de la clase política y los medios de comunicación de la UE.
Se le ha acusado de actuar bajo la intimidación de Rusia o, lo que es peor, de ser él mismo un agente ruso. Al mismo tiempo, Bruselas amenazó con “tratar a Bélgica como a Hungría” si seguía oponiéndose al plan. Eso es lo que ocurre cuando incluso los gobiernos leales a la UE se atreven a salirse de la línea marcada.
“No es de extrañar que Bélgica se haya convertido en uno de los oponentes más vehementes al plan”.
A pesar de la enorme presión, De Wever se mantuvo firme. Y se le unió un frente cada vez mayor de disidentes.
Hungría y Eslovaquia rechazaron abiertamente el plan, y el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, acusó a la Comisión de “violar sistemáticamente la legislación europea”. Italia, Bulgaria y Malta también expresaron sus reservas.
Al fin y al cabo, las implicaciones económicas y financieras de la confiscación se extenderían mucho más allá de Bélgica. Una vez que se rompe la suposición de que las reservas soberanas mantenidas en el extranjero son inmunes a la incautación política, no se sabe cuáles pueden ser las consecuencias.
Los países empezarían a considerar los activos denominados en euros no como una reserva de valor segura, sino como un pasivo político, que puede ser confiscado a discreción de Bruselas. El mensaje sería inequívoco: sus activos solo están seguros mientras sigan siendo políticamente obedientes.
El resultado sería, casi con toda seguridad, que el capital comenzaría a huir de Europa, incluso más rápido de lo que ya lo está haciendo.
No obstante, ante la creciente resistencia, Bruselas recurrió la semana pasada a invocar los poderes de emergencia previstos en el artículo 122 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea para congelar indefinidamente los activos rusos, alegando que esto le permitiría actuar por mayoría cualificada en lugar de por unanimidad.
Sin embargo, esto representa una flagrante distorsión del Tratado. El artículo 122 se aplica estrictamente a las medidas económicas de emergencia en respuesta a catástrofes naturales o perturbaciones económicas graves.
No se aplica a la política exterior, que requiere inequívocamente la unanimidad. Sin embargo, el destino de los activos soberanos congelados de Rusia es, evidentemente, una cuestión de política exterior. Afirmar lo contrario es un juego de manos extralegal.
Este es otro ejemplo de la usurpación de poder por parte de Bruselas. Si el artículo 122 —o cualquier otra disposición— puede interpretarse de forma amplia para justificar la incautación de activos soberanos extranjeros y la imposición de enormes responsabilidades a Estados miembros renuentes, puede utilizarse para eludir la unanimidad en una amplia gama de decisiones de política exterior.
Sin embargo, la amenaza surtió efecto. El viernes, en la reunión del Consejo Europeo, la Comisión no logró alcanzar un acuerdo sobre el uso de los activos rusos congelados.
En su lugar, consiguió un acuerdo sobre un préstamo independiente de 90 000 millones de euros, respaldado por el presupuesto de la UE y suscrito por todos los Estados miembros excepto tres (Hungría, Eslovaquia y la República Checa), a los que se les concedió una exención.
En efecto, el obstáculo político se sorteó no cambiando de estrategia, sino trasladando el riesgo financiero directamente a los contribuyentes europeos.
Como dejó claro Von der Leyen antes de la cumbre, había poco margen para la disidencia: «Nadie abandonará la cumbre de la UE hasta que se resuelva la cuestión de la financiación de Ucrania».
Increíblemente, el acuerdo prevé que Ucrania solo tendrá que devolver el préstamo si Rusia acepta pagar reparaciones de guerra, lo que transforma efectivamente unas hipotéticas reparaciones futuras en financiación inmediata.
Esta idea es, en el mejor de los casos, una ilusión. Es muy improbable que Rusia acepte reparaciones vinculantes, incluso en caso de un acuerdo de paz, lo que significa que hay pocas posibilidades de que Ucrania devuelva el préstamo.
Esto es aún más sorprendente si se tiene en cuenta lo mucho que ya ha gastado Europa: los parlamentos de la UE han aprobado al menos 187 000 millones de euros en ayudas a Ucrania, además de los enormes costes indirectos.
Este episodio ilustra cómo funciona la UE: creando falsas dicotomías que impiden una verdadera elección política. A los Estados miembros se les presentó una alternativa tajante: o bien aceptar la confiscación de los activos congelados de Rusia o bien estar preparados para suscribir colectivamente un nuevo préstamo masivo.
Lo que nunca se consideró seriamente fue una tercera opción: dejar de invertir dinero en una estrategia que ha demostrado ser un fracaso y, en su lugar, trabajar para poner fin a la guerra mediante negociaciones.
Sin embargo, es fácil ver por qué la UE no puede permitirse afrontar el fracaso de su estrategia en Ucrania, una estrategia que ha infligido un daño económico inmenso a Europa sin aportar nada en el campo de batalla y que ha dejado a Ucrania en una situación peor que al comienzo de la guerra.
Reconocer esta realidad supondría un enorme coste político para las élites de la UE, en particular para aquellas más comprometidas con la narrativa de la victoria a toda costa, de ahí su determinación de mantener la guerra a toda costa. Por eso, incluso después de no haber logrado un acuerdo sobre la confiscación, Bruselas impulsó un préstamo masivo respaldado por el presupuesto como sustituto.
Las consecuencias serán graves: los ucranianos seguirán sufriendo y muriendo en una guerra imposible de ganar, mientras que Europa permanecerá atrincherada en un estado permanente de guerra económica y confrontación militar por poder con Rusia, con el riesgo constante de que se produzca una escalada hacia un conflicto directo.
Si hay un lado positivo en esta sombría trayectoria, es que la imprudencia de estas decisiones solo exacerbará las contradicciones de un proyecto que está llevando al continente al borde del abismo, obligando en última instancia a un ajuste de cuentas, tanto dentro de los Estados miembros como entre los ciudadanos europeos.
Es cierto que la Comisión puede haber logrado evitar una humillación catastrófica, pero al hacerlo ha puesto de manifiesto la naturaleza cada vez más autoritaria de la Unión, dispuesta a pasar por alto los intereses nacionales y a descartar las restricciones legales, las normas democráticas y la racionalidad económica básica en pos de cruzadas ideológicas.
Mientras tanto, la enorme carga financiera que supone el último acuerdo no hará sino profundizar las fracturas internas y llevar los presupuestos nacionales al límite, especialmente cuando quede claro que supondrá desviar aún más recursos de las propias infraestructuras europeas, que se encuentran en ruinas, de los hospitales, que carecen de financiación suficiente, y de las escuelas, que están saturadas.
Y Ucrania no es, ni mucho menos, el único punto conflictivo. Bruselas también está luchando por conseguir el respaldo al acuerdo de libre comercio del Mercosur con Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay.
Aquí también está creciendo la resistencia. Francia lleva mucho tiempo liderando la oposición, y Emmanuel Macron ha reiterado recientemente que el acuerdo carece de reciprocidad en cuanto a normas de producción, reglas sobre pesticidas y seguridad alimentaria.
El frente se amplió significativamente esta semana, cuando la primera ministra italiana Giorgia Meloni calificó el acuerdo de “prematuro”, alegando que las salvaguardias para la agricultura europea son inadecuadas. La postura de Italia es fundamental, ya que plantea la posibilidad de una minoría de bloqueo en el Consejo que incluye también a Polonia, Hungría y Austria.
Las protestas han aumentado la presión. El jueves, cientos de tractores se congregaron en Bruselas mientras agricultores de toda Europa denunciaban lo que consideran una competencia desleal.
Las salvaguardias propuestas no han servido para calmar a la oposición, lo que ha llevado a que la ratificación del acuerdo se posponga una vez más en el Consejo Europeo.
Así, a medida que las contradicciones dentro de la UE siguen acumulándose, cada vez es más difícil ver cómo Bruselas podrá gestionar la reacción negativa durante mucho más tiempo.
La Unión empieza a parecerse a un imperio en ruinas, que depende no solo de la represión, la censura y la manipulación electoral para mantener el control, sino también de tácticas cada vez más agresivas dirigidas incluso contra los propios gobiernos proeuropeos.
Al imponer compromisos cada vez más temerarios en nombre de la unidad, simplemente está preparando el terreno para una implosión aún más catastrófica en el futuro.
Traducción nuestra
*Thomas Fazi es escritor y traductor anglo-italiano. Principalmente ha escrito sobre economía, teoría política y asuntos europeos. Ha publicado los libros La batalla por Europa: cómo una élite secuestró un continente y cómo podemos recuperarlo (Pluto Press, 2014) y Reclamando el Estado: una visión progresiva de la soberanía para un mundo posneoliberal (co -escrito con Bill Mitchell; Pluto Press, 2017). Su sitio web es thomasfazi.net.
Fuente original: UnHerd
