LAS CAÑONERAS SIGUEN A LAS SANCIONES EN LA ESTRATEGIA DE EE. UU. SOBRE VENEZUELA. Corresponsal de The Cradle.

Corresponsal de The Cradle.

Ilustración: The Cradle

29 de agosto 2025.

El aumento de la presencia naval estadounidense frente a las costas de Venezuela no tiene que ver con la lucha contra el narcotráfico, sino con la presión imperial. La respuesta de Caracas, basada en una defensa asimétrica y respaldada por alianzas clave con Eurasia, ha transformado un enfrentamiento desigual en una contienda entre potencias mundiales.


Estados Unidos ha entrado en una nueva fase en su larga guerra contra Venezuela. Tras agotar las herramientas económicas y diplomáticas, ahora ha recurrido a la fuerza militar, enviando buques de guerra al Caribe en una demostración descarada de poderío.

Esta escalada culmina años de ataques imperiales contra el Gobierno bolivariano de Caracas, que comenzaron con las sanciones generalizadas del expresidente Barack Obama, se endurecieron hasta niveles sin precedentes con el presidente Donald Trump y se mantuvieron gracias al consenso bipartidista.

Oficialmente, Washington presenta esto como parte de una amplia campaña «contra el narcotráfico» dirigida contra las llamadas organizaciones terroristas.

Pero esa historia se desmorona bajo un análisis minucioso. Lo que Estados Unidos realmente busca es un cambio de régimen y el control regional, apenas velado tras la retórica de la guerra contra las drogas.

La guerra jurídica como preludio de la guerra

El marco jurídico que sustenta la operación estadounidense comenzó con una directiva presidencial secreta que otorgaba al Pentágono la autoridad para atacar a organizaciones terroristas extranjeras designadas (FTO).

Washington está enviando buques de asalto a las aguas frente a Venezuela para reprimir el tráfico de drogas, según ha declarado un funcionario de defensa estadounidense anónimo.

La medida, confirmada por Trump, tiene como objetivo los cárteles a los que culpa del contrabando de fentanilo y otras drogas. Entre estos grupos se encuentra el llamado «Cartel de los Soles», un término que antes se utilizaba de manera informal para describir las redes de corrupción dispersas en el ejército venezolano.

Washington ha reformulado ahora este término para convertirlo en un cártel centralizado, y la administración Trump lo ha calificado de organización terrorista, aunque su existencia es controvertida.

En julio, la administración Trump sugirió que el presidente venezolano Nicolás Maduro lideraba el Cartel de los Soles, con el apoyo de otros altos funcionarios venezolanos.

El Departamento de Justicia de EE. UU. redobló la apuesta y ofreció una recompensa de 50 millones de dólares por la captura de Maduro.

Esta estrategia de guerra jurídica, que despoja a un jefe de Estado de su inmunidad soberana y lo tilda de narcoterrorista, está diseñada para justificar una agresión abierta ante la opinión pública nacional e internacional.

Según Christopher Sabatini, investigador del Chatham House de Londres, el despliegue de buques por parte de Estados Unidos, la designación del ‘Tren de Aragua’ venezolano como organización terrorista y el aumento de la recompensa por Maduro son todos elementos de una estrategia de la Casa Blanca dirigida a hacer ‘el mayor ruido posible’ para complacer a la oposición venezolana —muchos de los cuales apoyan a Trump— y para realizar una ‘maniobra de intimidación’ que asuste a los altos funcionarios del gobierno y los impulse a desertar.

Cárteles ficticios, despliegues reales

Los análisis de expertos, incluidos los de InSight Crime —un think tank especializado en la corrupción en América— y antiguos agentes de inteligencia estadounidenses, han desacreditado la afirmación de que Venezuela alberga un cártel de la droga controlado por el Estado.

A principios de este mes, InSight Crime afirmó que las sanciones de Estados Unidos contra el Cartel de los Soles eran erróneas. “Las nuevas sanciones del gobierno estadounidense contra el llamado ‘Cartel de los Soles’ de Venezuela lo describen erróneamente como una organización de tráfico de drogas jerárquica e ideológicamente motivada, en lugar de un sistema de corrupción generalizada basado en el lucro que involucra a figuras militares de alto rango», escribió.

Informes publicados por organismos internacionales imparciales, como el Informe Mundial sobre las Drogas 2025 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, afirman que las principales rutas para el contrabando de cocaína desde la región andina hacia América del Norte se concentran principalmente en el Pacífico y a través de los corredores centroamericanos.

La ruta oriental a través del mar Caribe constituye una parte que pasa cerca de Venezuela, una proporción estadísticamente insignificante del flujo total.

Esta disparidad hace que considerar a Venezuela como una prioridad en la lucha contra las drogas sea desproporcionado en relación con el tamaño de su papel real en las principales redes de contrabando.

Los analistas del crimen organizado y antiguos funcionarios de inteligencia, como Fulton Armstrong, también cuestionan la narrativa estadounidense que describe a la Cartel de los Soles como una organización jerárquica integrada y dirigida por el Estado. Análisis especializados, incluidos informes anteriores de organizaciones como InSight Crime, sugieren que el término surgió de manera informal para describir redes de corrupción esporádicas dentro de las fuerzas armadas venezolanas que se benefician de actividades ilícitas, en lugar de una estructura centralizada similar a los cárteles de la droga mexicanos.

La narrativa estadounidense parece haber reunido estos fenómenos dispares y los ha presentado como una entidad única y cohesionada para servir a un objetivo político, que es retratar falsamente al Estado venezolano como un “narcoestado”.

Por otro lado, la administración Trump no ha proporcionado ninguna prueba física creíble que vincule específicamente a Venezuela con la producción o el tráfico de fentanilo, que actualmente es la máxima prioridad para la salud pública y la seguridad nacional en Estados Unidos.

Sin embargo, la presencia militar de Washington cuenta una historia diferente. El despliegue incluye destructores de la clase Arleigh Burke con sistemas de combate Aegis, misiles de crucero Tomahawk y el grupo de asalto anfibio Iwo Jima.

El precedente evoca ejemplos históricos preocupantes, como el incidente del Golfo de Tonkin, que provocó la escalada de la guerra de Vietnam, o la invasión estadounidense de Panamá en 1989 para detener al presidente Manuel Noriega por tráfico de drogas.

Guerra psicológica, señales regionales y petróleo

La postura militar estadounidense, muy visible, junto con las vagas declaraciones oficiales, sirve como una poderosa herramienta de presión psicológica.

Su objetivo es sembrar la incertidumbre y el estrés en las instituciones venezolanas, en particular en las Fuerzas Armadas Nacionales Bolivarianas, fomentando las deserciones o perturbando la cohesión del mando, todo ello sin disparar un solo tiro. También proporciona a la oposición interna una ventaja para recuperar la iniciativa política tras repetidos fracasos.

Al proyectar una fuerza abrumadora frente a sus costas, Washington espera recrear esas fisuras dentro de las fuerzas armadas bolivarianas, confiando en que la historia se repita.

Sin embargo, a diferencia de hace dos décadas, la estructura de mando actual se ha endurecido tras años de asedio, entrenamiento externo y profundización de los lazos con sus homólogos militares rusos e iraníes.

La operación estadounidense cumple múltiples funciones. Además de intentar fracturar el mando militar de Venezuela y revitalizar a una oposición fracasada, también envía una señal a los aliados regionales de Caracas —Cuba y Nicaragua— y a sus apoyos internacionales —Rusia, China e Irán— de que Estados Unidos pretende mantener su llamado patio trasero.

Más allá de La Habana y Managua, otros gobiernos latinoamericanos se han vuelto recelosos de la asertividad naval de Washington.

Informes del portal militar DefesaNet describieron la “Operación Imeri”, un plan clandestino que supuestamente se planteó dentro de Itamaraty para extraer a Maduro y protegerlo de una intervención liderada por Estados Unidos.

Aunque se ha negado oficialmente, las filtraciones sugieren un serio debate dentro de la élite política y de seguridad de Brasil sobre cómo lidiar con la escalada de Washington.

Dentro de la CELAC, la diplomacia de las cañoneras estadounidenses ha reavivado los temores de un retorno a las intervenciones del siglo XX, lo que ha erosionado aún más la posición de Washington en la región.

Sin embargo, en el centro de todo esto está el petróleo. Venezuela posee las mayores reservas probadas del mundo. Asegurar el acceso, o al menos negárselo a otros, sigue siendo un principio fundamental de la estrategia estadounidense en el hemisferio.

Caracas responde con asimetría y alianzas

El presidente Maduro ha respondido activando la doctrina de defensa de Venezuela:

la “Guerra de Todos los Pueblos”. Esto implica movilizar hasta cinco millones de combatientes a través de la Milicia Bolivariana para crear una red de resistencia a nivel nacional diseñada para desangrar a cualquier invasor en una guerra de desgaste prolongada.

Esta doctrina, adoptada por el predecesor de Maduro, el difunto Hugo Chávez, tras el intento de golpe de Estado de 2002, tiene como objetivo convertir cualquier invasión en una ocupación prolongada y costosa mediante una defensa civil basada en las comunidades locales.

En el frente diplomático, Venezuela denunció la medida de Estados Unidos como una violación del derecho internacional y recabó apoyos en foros regionales y mundiales, como la CELAC y la ONU. Más importante aún, Caracas se apoyó en sus alianzas estratégicas.

Rusia suministra armas avanzadas, realiza maniobras conjuntas y bloquea las resoluciones lideradas por Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de la ONU.

China sigue siendo el mayor acreedor y socio económico de Venezuela, proporcionando préstamos respaldados por petróleo e inversiones en infraestructura. Durante años, Pekín ha proporcionado miles de millones de dólares en préstamos al Gobierno venezolano a cambio de futuros envíos de petróleo, lo que ha proporcionado liquidez urgente al Gobierno venezolano.

Irán ofrece conocimientos técnicos para rehabilitar las refinerías de Venezuela, transporta combustible a través de mares bloqueados y abastece los estantes de los supermercados con productos básicos.

La relación entre Caracas y Teherán es única, basada en la solidaridad objetiva entre dos países que están sujetos a la máxima presión y a las sanciones de Estados Unidos, y que comparten un discurso ideológico contra la hegemonía.

Juntas, estas alianzas forman un escudo geopolítico que ha impedido que Venezuela se convierta en otro Estado fallido a raíz de las sanciones de Estados Unidos.

Cada actor añade una capa de resiliencia: Rusia garantiza la profundidad militar, China asegura el oxígeno económico e Irán ofrece soluciones prácticas para la supervivencia diaria. Juntos, han transformado lo que podría haber sido una intervención unilateral en un enfrentamiento crucial en el orden multipolar emergente.

En 2022, Teherán y Caracas intensificaron las transferencias de petróleo de barco a barco, trasladando crudo de forma encubierta por mar para eludir las sanciones estadounidenses, lo que demuestra las medidas ingeniosas que han tomado para mantener los flujos energéticos bilaterales.

En América Latina y más allá, el libro de jugadas de Washington no es nada nuevo. Noriega, de Panamá, fue derrocado bajo la bandera del narcotráfico, mientras que, en Afganistán, el cultivo de amapola se incorporó a la ‘guerra contra el terrorismo’, a pesar de que la industria de la droga del país prosperó  bajo la ocupación estadounidense. Al reciclar estos tópicos, Washington busca enmascarar una cruda proyección de poder con humo legalista.

Escenarios en el horizonte

Tres resultados definen ahora el camino a seguir.

El primero es una crisis controlada, en la que Estados Unidos continúa su campaña de presión militar sin iniciar un conflicto directo.

Washington mantiene su presencia naval activa en la región y la utiliza como moneda de cambio en negociaciones globales más amplias, especialmente con Rusia y China. En este escenario, el enfrentamiento sigue contenido, pero la amenaza persiste.

El segundo es una intervención limitada que degenera en caos. Esto podría tomar la forma de un ataque selectivo o un bloqueo naval, lo que desencadenaría una feroz resistencia por parte de las fuerzas y milicias venezolanas, provocaría ondas de choque económicas en los mercados energéticos mundiales y desestabilizaría a los países fronterizos, sobre todo a Colombia.

El tercer escenario es una retirada calculada. Ante los altos riesgos y los rendimientos decrecientes, Washington podría reducir su presencia militar mientras mantiene las sanciones económicas.

Caracas, por su parte, sobrevive gracias a sus alianzas extranjeras y a sus mecanismos internos de resiliencia, preservando un statu quo tenso pero estable.

Queda claro que la escalada de Washington encubierta bajo la retórica del control de narcóticos, es, en esencia, una campaña de presión multifacética con objetivos que van mucho más allá de la interdicción de drogas.

El débil pretexto de los narcóticos, socavado por los datos de campo y los análisis de los expertos, solo sirve como cortina de humo política y jurídica para una ofensiva geopolítica y económica más amplia.

Cada camino conlleva grandes costes. Pero una cosa es segura: no se trata de narcóticos, sino de imperio.

Y Venezuela, marcada desde hace tiempo por Washington para su desestabilización, se ha convertido en un frente clave en la batalla global contra la dominación unipolar.

El resultado no solo determinará el futuro de Venezuela, sino que marcará un punto de inflexión en el equilibrio de poder del siglo XXI.

Traduccion nuestra


*Realizado por corresponsal de The Cradle

Fuente original: The Cradle

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